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LA CRÓNICA
Columna
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El amplio territorio del recuerdo

Todas las crónicas empiezan a escribirse mucho antes de que tú mismo sepas que algún día escribirás aquella crónica. Lo pienso mientras me dirijo por las callejas moriscas del Raval a La Poderosa, estudio de danza contemporánea que excepcionalmente sirve como espacio teatral alternativo. Ha llovido y el suelo está mojado, las calles están desiertas y oscuras, pero vivas.

Voy a ver a Iago Pericot, que interviene como invitado en el espectáculo de la serie que Roger Bernat ha titulado Bona gent. Iago Pericot es, sin duda, buena gente. Así que el título de la pieza en la que él interviene, De la impossibilitat de concebre la pròpia mort, me parece, referido a Iago, casi inhumano. Pericot tiene 73 años. Hace un año y medio superó un cáncer. Se lo comento y responde: "Allò? D'allò ni me'n recordo!".

El del recuerdo y de sus múltiples universos paralelos es justo el territorio que habitan los maestros

La Poderosa es una factoría de aire underground de esas que hay diseminadas por los barrios antiguos de la ciudad y que a mí (cada cual tiene sus paraísos personales) me recuerdan a Berlín. De hecho, Bernat se ha propuesto descubrirlas. Antiguos lavaderos públicos, pequeñas fábricas, viejas tiendas, locales destartalados. Conservan el encanto de lo funcional y el sabor de lo que antes fue vida. El espacio mismo es parte del espectáculo, de la verdad que se cuenta. Siempre a vueltas con los objetos hallados de Kurt Schwitters y sus historias anónimas. Cuando paseo por el Raval, lo que yo veo son los primeros días de la Guerra Civil, el triunfo de la revolución sobre el fascismo.

El espectáculo de Roger Bernat -con Juan Navarro- es una reflexión sobre la muerte hecha por hombres jóvenes. Me doy cuenta de que, más que de la muerte, de lo que hablan es del tiempo. De cómo el tiempo pasa. O de cómo se rompe. Lo que Bernat propone son enigmas que él construye con mirada contemporánea. Es una instalación, una performance, antes que un espectáculo teatral.

En esa atmósfera, Pericot deambula divertido viendo cómo sus jóvenes anfitriones desarrollan ideas escénicas en las que él fue precursor. "¿Qué te piensas que eran mis clases de escenografía en el Institut del Teatre?", me dice satisfecho al acabar la función. Entonces se vuelve hacia el espacio en el que los objetos desparramados yacen muertos y concluye: "Esto".

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Iago Pericot (1929) empezó su carrera profesional como maestro de básica en 1948 y al mismo tiempo inició su trayectoria artística como pintor. En 1968 (año mítico y trágico) estaba en Londres (tan lejos del franquismo), donde se graduó en arte por la Slade School of Fine Arts de la Universidad de Londres. En 1973 se graduó en psicología por la Universidad de Barcelona. Desde 1971 fue profesor de espacio escénico en el Institut del Teatre. Toda una vida dedicada a la pedagogía.

Sentado en el improvisado patio de butacas de La Poderosa, pienso en el día en que Pericot me leyó (en mi mercería) el texto de su último montaje, que luego estrenó en el Espai Brossa. El joc i l'engany discurre sobre la vida y el deseo, representados en los cuerpos desnudos de un hombre y una mujer que dialogan sobre el placer y el amor. ¿Qué mejor réplica a la imposibilidad de concebir la propia muerte?

Repasando su currículo, caigo en la cuenta de que en 1980, cuando yo aún no había cumplido los 20 años, Pericot estrenó en la Casa de la Caritat Simfònic King Crimson. Aquello era una explosión de música e imaginación visual que a mí me fascinó. Un espectáculo creado desde el colorismo pop, con zancudos y bailarines, con luz y niebla de efectos psicodélicos. Teatro concebido por un pintor. La de aquel montaje fue, además, la primera crítica que yo escribí, cuando el futuro no era ni siquiera la tenue línea de un horizonte.

Ahora ya sé cuándo empezó la crónica que ahora publico. Puede parecer extraño, pero uno de los mayores impactos teatrales que nunca he recibido fue con un espectáculo que yo no llegué a ver. En 1977, Pericot estrenó Rebel delirium en la estación de metro de Sant Antoni. Él lo recuerda con su particular ironía: "Aquello fue un éxito porque se nos llenaba cada día con los manifestantes que, escapando de las porras y los pelotazos de goma de los grises, se metían en el metro". Eso, seguramente, debió de suceder algún día. Pero yo sé de alguien que me lo contó a mí con un entusiasmo tal que aquel espectáculo se me quedó, pese a no haberlo visto, vívidamente grabado en la memoria. Yo entonces tenía 16 años y creo que, desde entonces, he sentido una especial predilección por los espacios no teatrales.

Iago Pericot es, en el fondo y por encima de todo, un maestro. Y ahora vuelvo a pensar en la teoría de la dualidad que Pericot ha desarrollado en Sobre la impossibilitat de concebre la propia mort, la de una presencia continua de la muerte que nos acompaña hasta el final como una especie de ángel de la guarda. Tal vez tenga razón, pero de lo que estoy seguro es de que la vida no sólo se prolonga, también se multiplica en el recuerdo. Tal vez ni exista la muerte y de ahí que resulte inconcebible. En cualquier caso, el del recuerdo y de sus múltiples universos paralelos es justo el territorio que habitan los maestros.

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