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El siglo del miedo

La prórroga concedida recientemente por el presidente Bush al Consejo de Seguridad no debe hacernos olvidar el resultado de las elecciones estadounidenses, que ha dado a este presidente un cheque en blanco para hacer la guerra como y cuando quiera. Después de un hecho semejante, no puede evitarse una pregunta: ¿por qué los campos de la paz y la imaginación política desaparecen en Washington, Moscú y Jerusalén? Una cosa es condenar a George W. Bush, Vladímir Putin y Ariel Sharon y otra bien distinta es saber por qué les respalda una opinión pública unida e incluso movilizada. Tres pueblos consultados democráticamente han llevado o llevan al poder a gobiernos encargados de la misión prioritaria de aplastar por todos los medios diversas formas de terrorismo.

Los medios que ya han elegido Putin en Chechenia, Sharon en Israel y los que se propone emplear Bush en Irak están cargados de consecuencias múltiples y temibles. Alarman a otras democracias que, con independencia de cuáles sean sus posiciones sobre las causas defendidas, son poco sospechosas de solidaridad con los kamikazes o los secuestradores, puesto que ellas mismas están amenazadas por el terrorismo, como en Irlanda, el País Vasco español y a veces incluso Francia.

Estas democracias consideran que las naciones estadounidense, israelí y rusa son naciones civilizadas y poco deseosas de librar una guerra sin una razón importante. Se dicen a sí mismas que debe de haber algo que se les escapa y que deben afrontar dejando atrás la reflexión sobre la justicia de los ideales esgrimidos por los chechenos, los palestinos e incluso los iraquíes.

Es hora de preguntarse, en efecto, por qué, libremente consultados, estos pueblos, en general diversos y divididos, se reúnen y agrupan en un consenso unánime para realizar una verdadera unión sagrada en torno a objetivos de guerra. Es, sin embargo, extraño que los chechenos y los palestinos no encuentren ningún aliado en los parlamentos ruso, israelí y estadounidense. Es importante observar que nadie se plantea ya en estas instancias parlamentarias y democráticas la cuestión de la oportunidad de una guerra y la de las condiciones indispensables para ganarla.

Sin duda, en estos tres países cada vez son más numerosas las voces, a menudo muy prestigiosas, que se alzan contra su Gobierno. Raramente, de hecho, se han visto declaraciones más severas contra la política de George W. Bush que las que se acaban de hacer bajo la firma de altas personalidades estadounidenses. De haber aparecido estas declaraciones en Francia, se habría evocado inmediatamente la obsesión antiestadounidense de los franceses. Pero es un hecho que todas estas personalidades han tenido poca influencia sobre el Congreso.

La explicación que propongo es simplemente observar que los diferentes diputados en los tres Parlamentos representan y expresan la opinión mayoritaria de electores dominados por un sentimiento: el miedo. Los atentados del 11 de septiembre de 2001, la toma de rehenes en el teatro de Moscú y los atentados suicidas en Israel procuran un sentimiento de inseguridad cuyo carácter nuevo, profundo y netamente fantasmagórico en general, se subestima. Las poblaciones se sienten afectadas y amenazadas, pero también y sobre todo puestas en duda, bien en cuanto a su legitimidad, bien en cuanto a su existencia.

Esta sensación de duda es todavía más fantasmagórica porque viene impuesta por fuerzas inferiores, pequeñas y débiles, embriones de Estado o, peor aún, sectas itinerantes. Al Qaeda es un terror que puede estar en cualquier parte sin venir de ninguna. Ya no hay referencia posible a una relación entre el débil y el fuerte, el explotador y el explotado, el ocupante y el ocupado, la víctima y el verdugo. Hay una fuerza misteriosa que sobreviene como una sanción de no se sabe quién para castigar no se sabe qué, y que provoca la interrogación autocrítica ("¿Por qué nos odian tanto?") y enseguida el recurso a una autodefensa "preventiva" ("Pasemos a la ofensiva, porque no sabemos quién nos ataca").

No ha nacido -ni en Jerusalén, ni en Moscú, ni en Washington- una nueva humanidad que encarnaría la inconsciencia, la ceguera o la guerra. Basta con imaginar cuáles habrían sido las reacciones de los europeos si, durante la guerra de Argelia, por ejemplo, o incluso luego, hubieran destruido la torre Eiffel, tomado como rehenes a 600 espectadores del teatro Odeón o si hubieran explotado bombas humanas en Marsella. Y todo sin que se supiera dónde se encontraba verdaderamente el enemigo.

Quizá habríamos tenido hombres políticos más responsables. Quizá hubiéramos podido, a pesar de todo, evitar experimentar los efectos de un gas que ha provocado más de cien muertos entre los civiles. Pero todos habríamos buscado un enemigo que racionalizara el miedo. Los franceses, evidentemente, lo habrían encontrado en Argelia. Pero, al no haber podido echar mano a Bin Laden ni a los verdaderos organizadores de los atentados en Afganistán, los estadounidenses han encontrado este enemigo en Irak, y quieren arrastrar al mundo en su cruzada, reservada en principio, no obstante, a la lucha contra el terrorismo islamista.

Existen todas las razones del mundo para desear que los iraquíes sean librados de un déspota con una capacidad tan evidente de hacer daño como Sadam Husein. Pero es manifiesto que Irak ofrece a punto un rostro para el espectro que atormenta en adelante nuestro siglo, y es patente que es este rostro del enemigo supuesto el que ha arrastrado secretamente al Congreso a votar a favor de Bush.

Todas las demás razones (¡incluidas las petrolíferas!) no son válidas para las opiniones públicas. Sin los atentados del 11 de septiembre de 2001, el Congreso no habría juzgado que había que librar una guerra urgente. Sin los kamikazes palestinos, habría todavía contra Sharon un verdadero partido de la paz, aunque fuera minoritario, en Israel. Sin la toma de rehenes en el teatro de Moscú, la guerra en Chechenia habría seguido siendo lo que era, es decir, cada vez más impopular y, si acaso, explicada a medias por la incapacidad de los chechenos de aprovechar en 1996 la retirada de las fuerzas rusas. Ésa fue para Putin la principal coartada para proseguir la guerra.

Los palestinos han reconocido públicamente (como habían hecho secretamente los argelinos a propósito del terrorismo durante la batalla de Argel en 1957) que los atentados suicidas habían perjudicado a su causa. Han hecho así lamentar a sus amigos europeos no haberles prevenido sobre lo que ellos mismos iban a descubrir.

Se puede opinar (y yo lo he hecho a menudo en otro tiempo con todos los tercermundistas) que es la potencia del agresor lo que suscita la obcecación del agredido y que, según la vieja fórmula, el terrorismo es la bomba del pobre. Hoy, eso consistiría en decir que los atentados suicidas contra los civiles se justificarían por los cohetes de los helicópteros israelíes.

Pero vemos desde ahora que los comités (como el Human Rights Watch) califican estos atentados de "crímenes de guerra", al mismo nivel que los métodos utilizados en Yenín por Israel. Es la primera vez que los "humanitarios" proclaman que las víctimas no tienen todos los derechos. Lo que queda sobre todo es el hecho de que estos atentados han hecho desaparecer a esta izquierda israelí sin la cual no puede haber paz ni en Ramala ni en Tel Aviv.

Cuando Gandhi defendía contra Nehru la no violencia para combatir al colonialismo británico, teorizaba y espiritualizaba perfectamente tanto la eficacia como la ética de la estrategia que preconizaba. ¡No violento, pero indomable! Camus no era no violento, pero decía que los justicieros no debían convertirse jamás en asesinos so pena de dejar de saber dónde estaba la justicia.

Hay algo aún más grave. Con los kamikazes y las tomas de rehenes, los palestinos y los chechenos han facilitado la operación puesta a punto sabiamente por George W. Bush y los suyos, que consiste en ver en todas partes, y por tanto en Irak, la mano y el rostro de un terrorismo más o menos islamista contra el cual se justifica una cruzada sin piedad. El presidente estadounidense no podía soñar, como tampoco Sharon y Putin, con tener mejores aliados que los partidarios del terror y las guerras santas.

Esto no sorprenderá a quienes han reflexionado sobre las consecuencias del Terror de 1793 sobre la imagen de la Revolución. Ello no excusa ni legitima en absoluto la política estadounidense, rusa e israelí. Es justo lo contrario. Cuando no se ofrece más que la guerra, se suprime a los interlocutores de la paz. Pero aumenta la exigencia sobre la manera de defender las causas más justas, e incita a meditar sobre la aparición de un terror planetario que puede precipitar la lógica por encadenamiento de un conflicto de civilizaciones.

Nosotros, los europeos, latinos y mediterráneos, y nosotros, los francófonos, somos responsables a la vez de nuestros amigos y nuestros enemigos. Y para asegurar mejor la emancipación de los pueblos y la defensa de las causas justas debemos luchar contra el uso del terror indiscriminado y denunciarlo en todos los órdenes y todos los campos.

Incluso, y sobre todo, en el campo que consideramos que pertenece a la justicia.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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