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Sagunt, ¿de la 'a' a la 'z?

De la a a la z, de Aníbal a Zaplana, da la impresión que los cartagineses nuevos no le sientan nada bien a la antigua Saguntum. Y confío en que la metáfora no me acarree las desgracias que acompañaron al reciente triunfador en las elecciones turcas, Erdogan, viejo compadre en los oficios de alcalde, y en otros menesteres que no vienen a cuento, al menos por ahora. Seáme, pues, permitida la licencia, y vayamos al asunto.

Muchas son las preguntas ante el triste espectáculo, ruinoso en verdad, que suscita la peripecia de una obra de reutilización del teatro romano de la ciudad del Palancia. Comienzan por la imprudencia (¿?) de declarar objetivo a destruir una obra por otra parte nada infrecuente en nuestros pagos si la obra la hicieron los otros. Todavía recuerdo el ánimo dinamitero de la derecha local valenciana hacia el jardín del Turia, ahora río de cultura. Este ánimo de bélica destrucción no se aviene con la tolerancia hacia el ladrillo en paisajes litorales o de montaña. Pero esto es, también, harina de otro costal.

De la mano de un tribuno -poco amante de las ruinas por cierto, pues no anduvo con idéntica diligencia para recoger una estatua ecuestre que adornó por lustros la plaza principal de Valencia-, se coloca a los magistrados y al pueblo ante el clásico dilema: ¿con Roma, o con Cartago? Cierto que siempre hay cómplices, colaboradores, o demás especies prudentes. El problema es que no hay Roma, y sí cartagineses, cuyo ánimo destructivo describió de modo tan excelente, e interesado, Tito Livio. El ánimo de los cartagineses, y el de los cómplices, por fortuna poco numerosos.

La nueva Roma, trasunto poco brillante de la otra, Madrid, no se aclara ante el empuje de los compromisos (¿imprudentes?) del Partido Popular y su portavoz judicial, y prefiere el soslayo de la cuestión. Al menos por el momento, que se avecinan comicios, y es ocasión de prudencia ante el escándalo de una nueva destrucción. El balbuceo sustituye a la claridad de la expresión, y los gestos no se compadecen con las necesarias explicaciones: encargos sobre el conjunto, o partes del mismo, no contribuyen a aclarar el interrogante acerca del destino de una obra. Y sobre todo de su utilización, en beneficio de la cultura, y de la necesaria revitalización de un centro histórico ciudadano que merece el respeto de lo hecho, y sobre todo, el destino de lo que queda por hacer.

Son las consecuencias del paso de pollo trabado a que conduce el objetivo de destrucción del adversario, sin importar las consecuencias. Y de dar alas a quien sólo puede picotear en el corral de la indigencia intelectual e incluso profesional, eso sí con cargo al erario. Impropio de un partido político que dice ser de gobierno, que lo es, y que presume de querer renovar la confianza de la ciudadanía.

No es todo. Hay también la nómina de silentes saguntinos de quienes esperamos opinión. Del lado de Cartago o de Roma, tanto da, que siempre será mejor que tener que interrogarnos sobre el ¿ubi sunt? El silencio, en estos casos, suele asociarse a la corresponsabilidad de la barbarie y de sus efectos. Ya advertí en otra colaboración, citando a Kavafis que algo conocía de estos temas, que los bárbaros estaban entre nosotros: confío, sin embargo, en que el silencio no se convierta en tolerancia ante la perpetración de un atentado a una obra de la especie. Aguardar que escampe no dará la medida de la circunspección, de no ser que ésta aguarde beneficios impropios de ciudadanos egregios...

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A estas alturas la discusión sobre la oportunidad, ambición, de la propuesta arquitectónica -y civil, urbana, no se olvide- de Portaceli y Grassi, es bizantina. En la peor de las acepciones del término, esto es, destructiva y ensimismada. Tiempo hubo para debatir, y tiempo habrá para seguir haciéndolo, en el ámbito social y en el profesional. Lo que importa a la ciudadanía es evitar el despilfarro, la merma de utilización de un recurso disponible, que, además ha demostrado su eficacia en estos años para el tejido urbano y productivo de la ciudad, y para el conjunto de estas antiguas tierras. Aunque sólo fuera por estas razones ya merecería la pena la conservación, y, acaso, nuevas propuestas de uso.

Tendría su gracia que un gobierno que propone una ciudad del teatro y las artes escénicas comenzara su propuesta por derribar un espacio escénico, magnífico y existente. Una gracia siniestra para nuestros bolsillos, los de los contribuyentes, y un sarcasmo ante la comunidad inteligente, de casa y de fuera.

Seguiremos en ello. En todos los espacios que nos permita el régimen realmente existente, poco proclive a las discusiones, y más partidario de la mano dura contra los "intelectuales y otras cuadrillas" que se atreven a objetar. Y no mezclen, los del régimen, a jueces y magistrados en lo que son resultados de unas propuestas políticas meditadas tan sólo para el éxito efímero. La justicia hizo su papel en el marco de la ley y de los procedimientos, y no cabe responsabilizarla de las consecuencias de un despropósito político: en eso consiste el estado democrático de derecho que suelen ignorar, cuando les conviene, los herederos de un régimen que además de ser cruel era ignorante voluntario.

Sin dramatismo, pues se está a tiempo de evitar lo peor: ésta sólo sería una destrucción parcial, como tantas otras, ahora la del teatro. La de Aníbal fue comparable a la que se ha infligido al litoral o la montaña del antiguo ager saguntinus, y a tantos otros lugares entrañables para la memoria -que dicen querer conservar los conservadores- y para la sostenibilidad futura de nuestro entorno.

Al alcance de esta sociedad está evitar, salvando las distancias y los efectos, una segunda destrucción de Sagunto.

Lo perdurable es la propuesta útil, constructiva, capaz de ser usada y disfrutada por la ciudadanía. De los destructores, de la a la z permanecerá el recuerdo de su malvada ignorancia, y de las devastaciones que causaron.

Ricard Pérez Casado es doctor en Historia y diputado socialista por Valencia.

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