La violencia en televisión
La campaña más importante y sostenida contra la libertad de expresión en los Estados Unidos ha venido y viene de sectores sociales fundamentalistas (religiosos, políticos), que mantienen la idea de que la televisión influencia muy negativamente la conducta infantil (y, por tanto, adulta). La violencia en televisión se convierte así en el Caballo de Troya de la penetración fundamentalista en el sistema informativo norteamericano. Para demostrar los terribles efectos de la violencia en televisión sobre la mente infantil, se han desarrollado miles de trabajos supuestamente experimentales, algunos de ellos con firmas de prestigio, para fundar empíricamente tal aserto. No ha sido posible: ningún científico serio, con una aceptable formación metodológica, puede aceptar tales trabajos como base de una conclusión de esa clase. El intento más plausible es el del profesor Huesmann (hay otros similares), que planteó su trabajo con un seguimiento a medio y largo plazo de un grupo significativo de niños: la correlación que hay entre ver violencia en televisión a los 8 años, y la agresividad de esos mismos niños a los 18, es de r = 0,241. Esto, matemáticamente hablando, no significa nada, y no puede deducirse vínculo causal alguno con cifras tan bajas. A pesar de esto, que es obvio para cualquier investigador familiarizado con las técnicas estadísticas y con los rudimentos matemáticos mínimos para interpretar con sentido esas cifras, importantes sectores sociales y profesionales han tomado partido hace años a favor de las tesis influencialistas. Para el propio Huesmannn, sus datos son datos definitivos de la influencia de la televisión en los niños.
Por otra parte, la tasa de criminalidad en Estados Unidos es entre cuatro y cinco veces superior a Europa (UE, sobre todo), y los desajustes estructurales, la miseria social y la marginación en las periferias urbanas (en Nueva York, las tasas de criminalidad se doblan), son notablemente más altos que en Europa (UE, sobre todo). El 70% de los jóvenes criminales en EE UU no tenían contacto con su padre (familias fuertemente desestructuradas en un medio social hostil o poco propicio), sin que conste que hayan visto más televisón que los jóvenes normales -ni siquiera han visto la misma, probablemente-. Y carecen de formación educativa, entre otras carencias.
La televisión se ve más o menos con la misma intensidad en UE y en EE UU. Parece lógico pensar que la violencia tiene algo que ver con la peculiar manera de entender la vida política, económica y social en los Estados Unidos. Desviar la culpa a la televisión es una maniobra de distracción que sólo sirve para eludir los problemas sociales reales que están en la base de la violencia. También es cierto (y esto es, sobre todo, un problema ético y estético) que las programaciones en televisión son estúpidamente violentas y que la televisión podría servir, y no lo hace, para cosas extraordinariamente positivas. Esto es una cosa, y otra (que es la que debe ocupar y preocupar prioritariamente a la ciencia) es reiterar la influencia infundada de la televisión y generar a partir de ahí una política restrictiva o represiva, abusando de la ligereza de algunos científicos poco escrupulosos, que están, sin duda, al servicio de intereses ideológicos nada santos y previos a la misma ciencia. Este conjunto de gentes (predicadores, filósofos morales, científicos sociales de diverso matiz, o gentes mal informadas) pretenden imponer a la sociedad civil normas propias de sus creencias. Fíjense hasta qué punto esto es así, que el mismo Conejo de la Suerte (Bugs Bunny) es cuestionado por estos "investigadores". Otro apuntan a Tom and Jerry, como este mismo periódico recogió hace algún tiempo. Todo menos acercarse a las causas estructurales de la violencia y a la transformación de los espacios urbanos en donde se genera. De esta manera, como ahora en Francia o antes en Italia o en Holanda, cualquier país que acepte esta salida elusiva (televisión) al tema de la violencia, podrá entrar en una espiral represiva guiada por organizaciones sectarias y fundamentalistas, que están, lamentablemente, en todas partes.
Es cierto, y lo sabemos hace mucho tiempo, que la televisión (y tantas otras cosas) puede ser el detonante activador de alguna psicopatía o puede influenciar negativamente a niños con fuertes déficit emocionales o cognitivos. Pero son una minoría, afortunadamente, y están expuestos a cientos de influencias peores que las de la televisión. En este sentido, sí es buena la presencia de las figuras paternas ante la televisión o, al menos, los comentarios de esas figuras con los niños sobre los episodios que éstos ven. De ninguna manera puede colocarse a los niños y jóvenes en una campaña de desensibilización al margen de la vida social, incluso de la violencia social.
Resulta una enorme burla que en un mundo fuertemente desigual, con un cuarto mundo miseribilizado en el interior de las metrópolis (periferias urbanas de los países desarrollados) y con fuertes déficit de toda clase para una mayoría de la población, la culpa de la violencia pudiera tenerla Bugs Bunny. Pero aún más descorazonadora que esta burla es la facilidad con que se apuntan a estas tesis algunos partidos políticos, incluso de izquierda, por el mero hecho de que, efectivamente, las programaciones de televisión (con las excepciones que puedan existir) son nefastas y, si ustedes quieren, antisociales: se mueven en niveles de captación de audiencia sin el menor freno de ninguna clase, fomentando y explotando lo más dudoso de la persona. Pero esto, que es cierto, no puede exponerse en público junto a una teoría de la influencia sobre la violencia social, porque es falso, hipócrita y peligroso.
Lo enrevesado de este tema de la violencia en televisión y la violencia infantil es que la cuestión tiene una presentación razonable de sentido común: ¿cómo no van a ser negativos todos esos crímenes que se ven en una película? Y sobre esta base de sentido común, cualquier política restrictiva tiene cabida, al tiempo que los buenos ciudadanos que quieren mejorar las cosas se entretienen en estas censuras, mientras las causas reales de la violencia permanecen intocadas y se desarrollan sin freno alguno políticas fuertemente inductoras de desigualdad y, cómo no, de violencia, como muestran las series temporales de datos comparados de criminalidad y los análisis reiterados de economistas (algún reciente premio Nobel), sociólogos y psicólogos. Por otra parte, las patologías reales de la televisión (pérdida del uso diversificado del tiempo libre de los niños, sobre todo) pasa inadvertida a estos activistas del fundamentalismo creencial, porque tenerlas en cuenta implicaría la lucha por políticas sociales de espacios verdes para niños y jóvenes, políticas de lugares de encuentro, políticas de apoyo en general, que nos llevan, inevitablemente, a una cierta confrontación con los poderes reales, que están dispuestos a financiar mil y una investigaciones sobre la violencia en televisión, pero no sueltan un duro para mejorar la vida social urbana o para mejorar las políticas de ayuda al desarrollo.
Fermín Bouza es catedrático de Sociología (Opinión Pública) en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense.
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