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Columna
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Morirse ahora

Creo que la última vez que asistí a un enterramiento en el cementerio de la Almudena fue a la muerte del poeta Vicente Aleixandre. Acostumbrado a otras necrópolis, más recoletas y provincianas, la verdad es que aquella vasta extensión de territorio para los muertos me produjo una sensación bastante contraria al descanso e irracionalmente asfixiante; consideré lógico que la sociedad más privilegiada de Madrid se reservara espacio para perpetuar su clasismo después de la muerte en esas sacramentales especiales que se dispersan por la ciudad y donde se erigen sus propios monumentos funerarios o en las iglesias donde han mantenido sus parcelas con sustanciosos donativos para descansar bajo las alfombras y al abrigo de los altares. No tuve la misma impresión en el cementerio civil el día en que acudí al entierro del pintor Manolo Millares en el 73. Acostumbrado a que en mi juventud, y en mi ciudad natal, los que no se hacían acreedores a sepultura cristiana o rechazaban el responso del cura terminarían en un abandonado y sucio rincón donde se marginaba a los muertos infieles, el laico cementerio madrileño de excluidos por voluntad propia tenía una hermosa dignidad sin cruces.

Por entonces pensaba más que ahora en el destino final que pudieran tener los huesos propios y me gustaba la idea de ser enterrado en la cercanía de aquellos ejemplos de valor moral que encerraba el cementerio civil. Pero, con el tiempo, entre la despreocupación por esta liturgia de la muerte y la nueva costumbre de la incineración, no sólo me liberé de pensar en el destino de mis despojos sino de mi inquietud ciudadana por el desmedido crecimiento del principal cementerio madrileño. Una inquietud que no tiene que ver con los intereses de los especuladores del suelo, porque les falte solar para el gran negocio de la vivienda, sobre todo si se tiene en cuenta que no es menor la especulación con el terreno funerario (ya habrán visto cómo la culpa del secuestro de los niños de Hospitalet la tenía al final la necesidad de dinero del secuestrador para un nicho familiar), sino con la falta de una estética que a mi parecer debería mantener todo lugar de los muertos, a semejanza del buen gusto con que los británicos, por ejemplo, planifican y adornan sus cementerios. Pero no estoy seguro de que la incineración nos haya traido precisamente la despreocupación por lo que sea de nosotros después de muertos. Todo lo contrario: si antes, de no estar atento a dejar constancia del capricho de ser enterrado aquí o allá, después de haber tenido en cuenta los inconvenientes para hacer viajar un cadáver, se daba por descontado que terminarían enterrándote en el cementerio más próximo, ahora se nos impone el trabajo de determinar a tiempo si quieres que te entierren o te quemen y, por lo general, decidir si eliges el mar para que allí se diluyan tus cenizas, qué mar y en qué costa, o si el monte, un jardín cercano a tu casa, tu propio jardín si lo tienes, o te conformas simplemente con que tus cenizas acaben en la maceta de tu geranio. En un lugar como Madrid, donde tantos que no son de aquí aspiran a volver a su pueblo en un último viaje o, si son de aquí, gustan con frecuencia de terminar en la ciudad de origen de los suyos o en la tierra del veraneo, lo de las cenizas le facilita el capricho post mortem al difunto y libra de paso a Madrid de espacio funerario. Por eso, el día primero de este mes, cuando veía a la gente camino de los cementerios, me preguntaba cuánto tiempo le quedará a tal costumbre y a qué lugares tan diversos en playas, valles y montañas tendrán que acudir los deudos del futuro si quieren honrar a sus muertos. Es posible, además, que la incineración democratice la muerte, y que los ricos acaben abandonando la propiedad mortuoria de sus antepasados y cediendo a las inmobiliarias los terrenos de sus sacramentales, mientras sus cenizas son derramadas desde los yates propios al mar común, pero es de suponer que la industria de la muerte, que ya ha conocido cambios, siga siendo tan rentable como esa funeraria que los concejales del PP de Madrid regalaron a unos particulares y ha resultado ser un chollo. Ya hay normas que impiden viajar con una urna de cenizas por libre y controles que limitan la libertad de que las cenizas del contribuyente sean derramadas a capricho y sin pasar antes por la ventanilla de un gestor privado al que pagar las tasas de tu muerte.

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