Una fecha histórica
Veintisiete años después de la muerte de Franco el Congreso ha condenado por unanimidad el golpe de Estado que en julio de 1936 provocó la ruina de la España democrática, de la España que bien pudo haber sido. Parece ser que, al producirse el resultado, Alfonso Guerra dijo que por fin se había terminado la Guerra Civil. Creo que, si así fue, no anduvo muy equivocado el ex vicepresidente del Gobierno. Se trata, léase como se lea la decisión del Partido Popular de dar por fin este dramático paso, de un acontecimiento absolutamente trascendental.
Tan trascendental que uno se queda casi pasmado. Naturalmente, al hacer tal gesto, el PP ha querido insistir en que nadie utilice el mismo para que se abra ahora la espita de las reivindicaciones, para que viejas heridas casi cicatrizadas vuelvan a sangrar. Pero no hace falta insistir. Los demócratas españoles demostraron durante la transición una enorme magnanimidad y una enorme paciencia para con los que nunca lo fueron. En aras, claro está, de la consolidación de las nuevas libertades. Y ello ha sido reconocido, y admirado, internacionalmente. Quedaba, empero, la espina de tener que convivir con otros españoles para quienes Franco, lejos de haber sido un criminal, fue el salvador de la patria. Y la espina de los asesinados no recuperados. Tiene que haber cambiado mucho este país para que el PP haya llegado por fin el momento de reprobar el golpe de 1936 y las miserias que vinieron después. Como hispanista -hispanista, además, con pasaporte español - uno no puede por menos de sentir un íntimo regocijo ante lo que acaba de ocurrir.
Al recibir la noticia, recordé inmediatamente el discurso de Fernando de los Ríos sobre la cuestión religiosa pronunciado en las Cortes el 8 de octubre de 1931. Nunca en aquella Cámara se habían pronunciado contra la Iglesia española palabras tan contundentes, a la vez de tan noble contención. El titular de Justicia habló de cinco siglos de represión, del dolor de los heterodoxos, de los erasmistas, de los judíos expulsados; de la necesidad de que la República no cayera en la tentación de la venganza, continuando así la larga tradición de la intolerancia ibérica. Y recomendó, por respeto a "la totalidad de las conciencias", la necesaria y tajante separación de Estado e Iglesia.
Sobre el papel ya tenemos tal separación. Pero en la práctica no es así, ya que, como observó en Granada el otro día Sami Naïr, se sigue privilegiando el catolicismo en la escuela pública. Naïr puntualizó que esta situación -además de anticonstitucional- es muy torpe en una sociedad donde la inmigración va a ser ahora un factor permanente. En Francia -donde hay seis o siete millones de musulmanes- la religión está rigurosamente excluida de la escuela pública. Y el sistema funciona. ¿Por qué no aquí? Ahora que la derecha española admite públicamente la ilegitimidad del franquismo, ha encajado el divorcio, la abolición de la pena de muerte, el control de la natalidad y, hasta cierto punto, el aborto, ¿por qué no aceptar de una vez que la enseñanza religiosa quede restringida a la esfera privada? ¿Es tanto pedir?
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