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La bicicleta apócrifa

Ortega ya señaló el siguiente peligro en 1931: "Una Constitución epicena, la que nadie quiere. Eso es precisamente lo que hay que evitar". No estaría de más repetir hoy la advertencia cuando nadie parece objetar a la idea de una Constitución, ¡nada menos!, para la UE, a la vez que se discrepa sobre sus fundamentos éticos, el valor de su eventual parte dogmática, sobre su estructura orgánica o ¡nada más! que sobre la índole federal o no de la Unión. Que la UE necesita sustituir la maraña de tratados por un texto más sencillo y comprensible es evidente; que redactar bien un nuevo tratado equivalga a hacer una Constitución no es tan seguro; que la UE esté madura para darse una verdadera Constitución, mucho más dudoso; que Convención y Conferencia Intergubernamental montadas, con su adobo burocrático, en la metafórica bicicleta de Hallstein -o corre o se cae- sean capaces de dar a luz un texto con ese nombre y vitola, más que probable. Pero eso sería una Constitución epicena. Esto es, de género, por indeterminado, ambiguo.

Es dudoso que la Unión Europea esté madura para darse una verdadera Constitución

Porque una Constitución requiere tres elementos fundamentales. Primero, un cuerpo político, tan plural como se quiera, pero, al menos, cierto. Y de la Unión no sabemos siquiera sus límites definitivos. ¿Dónde va a detenerse la ampliación? ¿En los Balcanes, o va a extenderse, en un futuro, a Turquía? ¿Y en tal caso, por qué no a Marruecos, que también es país musulmán, con análogas y aún más íntimas vinculaciones históricas con Europa, no menos democrático que Turquía e igualmente aliado de los EE UU, que es la cuestión? ¿Va Rusia a formar, algún día, parte de la Unión, puesto que ésta, en una de las pocas cosas claras del art. 1 del borrador de Constitución presentado por el señor Giscard, se declara abierta a cualquier país europeo? Antes de dar una Constitución a la Unión sería bueno saber quiénes son y van a ser sus miembros cuando su peso y circunstancias bastan para alterar la homogeneidad y solidaridad del conjunto.

Ése es el segundo elemento. El cuerpo político, máxime si es plural, ha de responder a una identidad común que no se sustituye por un acto de voluntad política. El "demos" ciudadano autoconstituido, teorizado desde Rousseau a Habermas, es un bello mito que nunca ha sido capaz de substituir a la realidad histórica. Y la realidad histórica europea no arroja aún como balance una identidad suficientemente homogénea y solidaria para servir de osamenta y musculatura a la epidermis constitucional. Por eso hay tantos intereses comunes como divergentes, y si algo está claro es la diferencia, cada día más profunda, entre los diferentes Estados de la Unión sobre política exterior -¿atlantismo, excepción francesa, vía alemana?-; sobre política económica -¿estabilidad o flexibilidad?-; sobre el alcance de las políticas de cohesión -¿hasta dónde, quién las paga y quién las cobra?- y lo que ello supone de solidaridad; sobre el futuro institucional. La Constitución es integración. Habermas considera que es la Constitución la que integra el cuerpo político hasta crearlo y así lo propone para la UE; pero la experiencia histórica enseña lo contrario. Fue el "Nosotros, pueblo de los Estados Unidos", o "El pueblo alemán en los Países de..." quienes construyeron verdaderas y sólidas constituciones; pero 70 años de constitucionalismo soviético fueron incapaces de engendrar el pueblo soviético. ¿A causa del comunismo? No, pese a la presión del comunismo. Hace falta más solidaridad funcional previa, más intereses comunes, para tener, de verdad, una Constitución.

Y, en tercer lugar, una Constitución es decisión. Pero el borrador tan laboriosamente elaborado por el señor Giscard no es tanto un esqueleto de Constitución, como se viene diciendo, sino un índice de cuestiones a dilucidar y, así, señalar que una institución ha de tener composición y competencias no es proponer una solución, sino plantear una pregunta. Y cuando la repuesta pende de cuestiones más fundamentales aún por resolver -¿cuáles van a ser las competencias de la Unión?, ¿cómo van a determinarse y tasarse?, ¿el ejecutivo ha de radicar en la Comisión o en los órganos del Consejo?, ¿cuál debe ser el peso de los Estados miembros en el legislativo?- resulta prematuro numerar el articulado. Todos coincidimos en el déficit democrático de que adolece la Unión; pero salvarlo requiere algo más que enunciar el principio de democracia participativa. Es preciso explicitar y articular dicho principio. Tales cuestiones pueden ser debatidas con mucho fruto en foro académico y aun diplomático; tarea, al parecer, aún por delante. Pero embarcar a los Estados y su ciudadanía en decidir sobre las mismas con la contundencia propia de un acto constituyente para el que las respectivas opiniones públicas no están preparadas, es trivializar aquél hasta hacerlo apócrifo o epiceno. Y, volviendo a la sublime metáfora de Hallstein, no hay nada más peligroso para el corredor que una bicicleta apócrifa lanzada a gran velocidad.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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