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La guerra que viene

Sami Naïr

La resolución 1.441 sobre Irak, recientemente adoptada por el Consejo de Seguridad de la ONU, pone de relieve la condición de superpotencia de EE UU. En esta resolución ya no figura el principio del empleo automático de la fuerza que quería imponer Washington. Pero establece condiciones de inspección muy drásticas, con plazos especialmente apremiantes para Irak. Además, no dice claramente cuál sería la actitud de la comunidad internacional en el caso de que los inspectores no puedan cumplir con su labor. Sólo prevé que el asunto vuelva al Consejo de Seguridad para que se "observe" la situación, pero no para tomar ninguna decisión. Esto significa, de hecho, que EE UU podrá hacer lo que le dé la gana.

Sin entrar en el objeto del litigio entre los cinco miembros del Consejo, resulta esencial entender el significado profundo de la nueva estrategia diplomática de EE UU. Se puede resumir en una frase, pronunciada por el presidente Bush tras el 11 de septiembre de 2001: "Con EE UU o contra EE UU". No existe posición intermedia. No hay sentencia objetiva. No hay independencia. O bien uno se somete a los intereses de Washington o bien se ve clasificado como enemigo. Naturalmente, esta estrategia, que curiosamente recuerda el maniqueísmo estalinista, obtiene pocas respuestas en el mundo, salvo por parte de algunos aliados de Bush. El rechazo francés, ruso y chino, desde el 11 de septiembre, a caer en esa visión ignorante y potencialmente bárbara de las relaciones internacionales modera por cierto los ardores norteamericanos.

Sin embargo, pese a esas críticas, la Administración de Bush no renuncia a conseguir sus objetivos, preservando a la vez -mediante la habilidad del secretario de Estado, Colin Powel- los requisitos diplomáticos. Requisitos que en el caso de Irak aparecen como una concesión otorgada por EE UU al derecho internacional. Porque la realidad es brutal y es la siguiente: primero, Bush quiso atacar sin el consentimiento del Consejo de Seguridad; luego, aceptó pasar por el citado organismo, principalmente porque Francia, Rusia y China reaccionaron de forma hostil al propósito inicial de Wahington; y finalmente, hizo adoptar una resolución que contiene términos vagos, humillantes y marciales, que dejan a EE UU la posibilidad de intervenir militarmente. Dicho de otra manera: la comunidad internacional, ya sometida al poder de la superpotencia, tiene ahora que someterse a los nuevos hábitos diplomáticos que impone EE UU. Si la resolución 1.441 no enuncia explícitamente que, en caso de fracaso de la misión de los inspectores, se podría decidir una intervención militar, el hecho de que esta resolución declare que Irak se enfrentaría entonces a "graves consecuencias" constituye una perversión grave del derecho internacional. Lo que viene a justificar la guerra, en vez de desarrollar todos los esfuerzos para evitarla. Es lo que quiere el presidente Bush: se otorga a sí mismo el derecho de juzgar la actividad de los inspectores.

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En estas condiciones, todo hace pensar que no faltarán las provocaciones, incluso y sobre todo por parte de los agentes norteamericanos que forman parte de la misión de inspección. Scott Ritter en persona, el antiguo miembro estadounidense de dicha misión, contó que los desengaños que tuvo con su país habían empezado cuando manifestó su sorpresa ante las manipulaciones y presiones de la CIA sobre su trabajo entre 1991 y 1997. Y no le quedó otra opción que la de dimitir. Ahora podemos pensar que aunque los iraquíes se sometan a todas las humillaciones y acepten en su totalidad las condiciones de los inspectores, esto no servirá para nada -porque la maquinaria guerrera ya está lanzada-. ¿Qué pasaría si se comprobara -comprobación ya hecha por la Unscom en 1998- que Irak no posee armas de destrucción masiva? De acuerdo a derecho, con Irak desarmado debería levantarse el cruel embargo que mata lentamente al pueblo iraquí. En todo caso, no es la opinión de la consejera de seguridad nacional de EE UU, Condoleezza Rice: "Si nos dice que no tienen armas de destrucción masiva, sabremos inmediatamente que el régimen iraquí sigue comportándose igual que antes, porque todo el mundo sabe que hay mucho sin descubrir desde las inspecciones anteriores" (EL PAÍS, 11-11-2002). Claro está: queremos la guerra a toda costa.

La brutalidad de las iniciativas de Bush, su aplicación violenta, pero sin embargo eficaz, por parte de Colin Powell, el fanatismo de los consejeros del presidente y, como telón de fondo, el papel de los lobbies petroleros y de armamentos, dan hoy a EE UU la imagen de un imperialismo desatado, que no sólo es la manifestación de una posición coyuntural. Se trata de una nueva orientación radical de las intenciones de EE UU ante el resto del mundo para el siglo XXI. La decisión norteamericana de llevar a cabo la guerra contra Irak corresponde a una estrategia implementada a partir de la guerra del Golfo, en 1990-1991, cuyo contenido había sido definido por Margaret Thatcher, hoy en día clonada en Tony Blair: "Hemos de acabar -decía Thatcher a Bush padre- con el régimen nacionalista revolucionario árabe" de Sadam Husein, ya que constituye un obstáculo a la hegemonía occidental en esa región del mundo que rebosa de petróleo. Es con esta visión que Bush junior vuelve al tema de Irak: quiere acabar con el nacionalismo iraquí -despótico, por cierto, pero antiimperialista y anticolonialista- para el mayor beneficio de los aliados regionales de EE UU, y especialmente para Israel.

Que el régimen laico iraquí le haya parado los pies a la revolución islámica iraní ya no tiene ninguna importancia: Estados Unidos sabe perfectamente que Irán ya entró en vereda y que hoy en día puede ser el mejor aliado para luchar en contra del terrorismo de Bin Laden. El fin del régimen iraquí laico abrirá seguramente una época de regresión religiosa, pero todo hace pensar que el fundamentalismo religioso es el "enemigo" ideal para que EE UU mantenga su presión y su presencia en la región, actuando más que nunca como protector de los regímenes feudales vigentes. En las cancillerías occidentales ya se está debatiendo la situación que se creará en un Irak posterior a la guerra. Según algunos observadores, Washington se orientaría hacia un Estado "federal" constituido por minorías bajo hegemonía suní-chií (lo cual agradaría a Teherán y atenuaría las veleidades de independencia de Arabia Saudí); y así terminaría el Estado-nación árabe iraquí. Reemplazar este Estado por federaciones obedientes es asegurarse para todo

el siglo clientes debilitados por sus contradicciones -y, a la vez, la posibilidad de controlar la ruta del petróleo hasta el mar Caspio-. Es en esa región, entre Irak y la frontera china, donde reside el futuro energético para el siglo XXI. En realidad, la brutalidad de la diplomacia norteamericana en el Consejo de Seguridad respecto de Irak está determinada por un objetivo estratégico de largo plazo: el futuro de China, tomando en cuenta que China va a tener importantes necesidades energéticas para el siglo XXI.

Desde el punto de vista norteamericano, el Estado iraquí, constituido por minorías y bajo mandato, trastornará la geopolítica regional y abrirá el camino hacia una negociación con Irán, un debilitamiento de Siria y de Arabia Saudí (si no es que la desmantelan, tal como prevén varios documentos que circulan en las oficinas norteamericanas) y un fortalecimiento estratégico de Israel. Turquía estará satisfecha, ya que podrá manejar a su antojo al 26% de los kurdos iraquíes, y Rusia se beneficiará de algunas ventajas petroleras y de un silencio cómplice sobre la guerra en Chechenia.

Todos estos cálculos significan la necesaria destrucción del régimen iraquí. La aceptación por parte de Sadam Husein de la resolución 1.441 no cambiará nada. Bush quiere la guerra para asegurarse el dominio de EE UU sobre el mundo. Este nuevo periodo de enfrentamientos tendrá repercusiones terribles para toda la región; ocasionará una ruptura entre Occidente y el mundo árabe musulmán. Finalmente, los fundamentalistas norteamericanos, que inspiran a Bush, habrán ganado: el choque de las civilizaciones que predican se derramará en un mar de sangre.

Sami Naïr es eurodiputado y profesor invitado de la Universidad Carlos III, de Madrid.

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Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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