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Columna
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El asunto Botella

Ana Botella siempre me cayó mejor que su marido. En esto la primera experiencia personal suele ser determinante y desde luego la mía fue muy distinta con una que con otro. A Jose María Aznar no le conocí jugando al padel, ni en ningún festival del PP, sino en un plató de televisión donde le entrevisté. Durante el programa fue bastante correcto, pero será difícil olvidar la bronca que le montó al pobre maquillador por ponerle un colirio para aclarar los ojos enrojecidos por un catarro. Cuando derramó las primeras gotas sobre sus pupilas, don José María empezó a gritar y hacer aspavientos como si le hubieran vertido ácido sulfúrico. El maquillador estaba acojonado; por un momento llegó a pensar que alguien había cambiado el liquido del frasco y acababa de dejar ciego al futuro presidente del Gobierno. La mano izquierda de su entonces jefe de comunicaciones, Miguel Ángel Rodríguez, calmó la situación, aunque no hubo tranquilidad absoluta hasta comprobar que aquel colirio era el mismo producto inocuo que usábamos todos.

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En cambio, con Ana Botella el encuentro fue mucho más agradable. Era la época en que Rodríguez había creído descubrir las posibilidades de convertirla en la Hillary española y aquel empeño facilitó la oportunidad de entrevistarla en televisión. Ahora la veo más crecida y puede que La Moncloa la haya desnaturalizado un poco, pero entonces, al menos conmigo, fue una señora encantadora. Contaba llanamente sus cosas del trabajo y de los chicos. Me resultó, en definitiva, una señora normal, lo que no suele ser moneda corriente entre quienes tienen a mucha gente alrededor dándole coba. De ninguna forma parecía que esa mujer que hablaba de los problemas de la casa y de las dificultades de la vida cotidiana fuera a montar unos años después esa boda de lujo y fantasía en El Escorial.

Aznar ha pensado que doña Ana posee un gran capital político por explotar y la supongo tratando de discernir cuánto hay de verdad en esa valoración y cuánto de pasión conyugal. Por su parte, Alberto Ruiz-Gallardón vuelve a dar una exhibición de cintura poniendo alfombra roja a su entrada en la candidatura por la alcaldía de Madrid. Lo hablaron hace meses, pero el presidente regional no ha sabido contenerse y mantener por más tiempo el secreto. De momento ha conseguido un buen golpe de efecto y que el botellazo esté en las portadas de todo los medios de comunicación.

La hipotética presencia de Ana Botella en la lista municipal merece, sin embargo, otras consideraciones importantes. Las encuestas sin cocinar no dan motivos para el relajo al Partido Popular; los resultados son tan ajustados que la menor variación en el perfil de la candidatura puede resultar decisiva. Aunque para los populares la capital sea un territorio más favorable que la región, a Gallardón no le van a sobrar esos votos de centro-izquierda que siempre cosechó con una oferta y un discurso bastante más progresista que el de sus compañeros de partido. Ana Botella tiene una imagen hiperconservadora y junto a ella le será difícil seguir haciendo esos calculados guiños al electorado de izquierdas, como apoyar la adopción de niños por los homosexuales, cuando la señora de Aznar se manifiesta públicamente en contra. Es evidente que la candidatura del hoy presidente regional se vería enormemente afianzada en aquellos sectores de votantes más tradicionales del PP que tanto recelan de las supuestas veleidades progresistas de don Alberto. Pero esta nutrida fracción del electorado era ya terreno conquistado y sin alternativa porque, por mucho que les cabreen las cosas de Gallardón, con chupa o sin ella, nunca votarán a una Trinidad Jiménez.

Así pues, el beneficio neto de la incorporación de Ana Botella sería el fortalecimiento del propio Ruiz-Gallardón dentro del partido y, en consecuencia, de sus posibilidades en la carrera sucesoria. En este sentido hay quien disparata con las cábalas y ve a don Alberto dejando la alcaldía para concurrir a las elecciones generales. Un apaño de política-ficción consistente en que Aznar le nombre sucesor a cambio de dejar de segunda en el Ayuntamiento a su señora o cederle, incluso, el bastón de mando. La Botella podría ser alcaldesa de Madrid. Los sueños de la razón producen monstruos.

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