El gran ausente
'Muerte del sujeto' fue, en otro tiempo, un leitmotiv, incluso una consigna. La polémica afirmación de Lévi-Strauss según la cual las ciencias humanas no han venido a construir lo humano, sino a disolverlo, y las últimas páginas de Las palabras y las cosas, en donde Foucault comunicaba al mundo el fallecimiento del Hombre con la misma risa filosófica que había teñido apenas un siglo antes el evangelio nietzscheano de la 'muerte de Dios', era sentido, ante todo, como el final del humanismo, del cual el pensamiento de Sartre habría sido el último episodio. En el curso de una larga historia que había comenzado cuando Pico della Mirandola escribió su célebre Discurso sobre la dignidad humana, que alcanza su cénit en la Declaración Universal de Derechos del Hombre, y que muestra en la Segunda Guerra Mundial el rostro más descarnado de su declive, se habría asistido a un proceso lento y trabajoso mediante el cual el hombre -o, como se dijo durante algún tiempo, el Espíritu- habría dejado de ser sujeto al convertirse cabal y exhaustivamente en objeto: no sólo su cuerpo y su mente habrían sido parcelados, conquistados y colonizados por las 'ciencias humanas', sino que también su existencia individual y colectiva habría sido minuciosa y paulatinamente atrapada, analizada y fragmentada en las redes administrativas de un poder anónimo y en los sistemáticos e inapelables mecanismos del mercado mundial. El proceso de construcción de ese 'Hombre' habría dejado a su paso una montaña de escombros: todas las formas de lo humano que no encajaban bien en el molde (los esclavos, las mujeres, los niños, los proletarios, los bárbaros y, en general, los otros). Las voces alzadas en la polvareda que levantó la firma de ese acta de defunción -si el hombre ha muerto: ¿quién habla por nuestra boca?, ¿quién es responsable de lo que nosotros hacemos?- tenían poca conciencia de que, al negar por imposible la desaparición del sujeto y al presentarse como evidencia de la necedad de tal hipótesis, reproducían la 'certeza infalible' con la que alguien dijo una vez que sólo un necio podría dudar seriamente de la existencia de Dios.
LA DESAPARICIÓN DEL SUJETO. UNA HISTORIA DE LA SUBJETIVIDAD DE MONTAIGNE A BLANCHOT
Christa y Peter Bürger Traducción de A. González Akal. Madrid, 2001 340 páginas. 19,40 euros
Y es que la memoria no es la virtud más frecuente en nuestra época. Nos es difícil, no ya recordar, sino meramente imaginar que ese 'sujeto' sobre cuyo estado de salud hoy se discute resultó en otro tiempo -el de su 'nacimiento'- tan escandaloso e inconveniente como hoy resulta ser su ocaso. El 'descubrimiento' de la subjetividad fue vivido alguna vez como un terrible obstáculo que se interponía entre la 'realidad' y el 'pensamiento' en donde aquella realidad tenía que revelarse como verdadera, algo que rompía e interrumpía la fluida comunicación que antaño habría existido entre ambos, a saber, esa -según Pascal- detestable figura a quien cada cual se refiere cuando dice 'yo'. El 'yo' eclipsó entonces la realidad al hacerse consciente de que, cuando observa el mundo, no puede dejar de ver su sombra proyectada sobre las cosas, de modo que él mismo se oscurece aquello que desearía sacar a la luz y tiene siempre que dudar de si lo que ve son las cosas mismas o solamente su sombra proyectada sobre ellas. Y es ahí donde la realidad, como hubiese dicho Ortega, deja de ser 'cosa' para convertirse en perspectiva. Por eso también, la expresión misma 'desaparición del sujeto' resulta ambigua: antes que designar un avatar terminal de un 'yo' que alguna vez se creyó dueño y señor, indica un proyecto -una vez más- imposible: el de un sujeto que querría quitarse de en medio, escapar de su sombra para no ocultar con ella lo objetivo, y a la vez seguir viendo para poder contemplar las cosas a plena luz. Si es cierto, como afirmaba Sartre, que el existencialismo es un humanismo, podríamos emparentar el humanismo con la refutación de aquel proyecto 'objetivista' y con la certeza de que el sujeto puede desprenderse de todo menos de sí mismo, es decir, de su libertad y de su responsabilidad, aunque tal certeza esté siempre amenazada por la acusación de 'subjetivismo'.
No es casualidad que el 're-
levo' del existencialismo lo tomase el estructuralismo, es decir, una metodología lingüística: porque el lenguaje parecía entonces capaz de lograr lo que el 'yo' declaraba imposible: hacer desaparecer al sujeto disolviéndolo en las articulaciones de un discurso interminable (¿que quién habla, preguntáis? El lenguaje, el habla es quien habla...). Así como el sujeto habría 'pasado desapercibido' para un pensamiento que se creía reflejo inmediato de la naturaleza, también el lenguaje pasó durante largo tiempo inadvertido para un sujeto que lo creía una simple expresión de su pensamiento. Pero fueron los propios humanistas quienes, con su atención preferente a las lenguas, propiciaron el fin de esa invisibilidad e hicieron que también el lenguaje adquiriese la densidad y el espesor de un ser real, hasta cambiar su antigua transparencia por una opacidad que, en lugar de descubrir el mundo acerca del que habla (como ansían las 'ciencias de la naturaleza') o al locutor que lo profiere (como intentan las 'ciencias del espíritu'), los cubre a ambos sin dejar ver otra cosa que a sí mismo. Si el sujeto existencialista no podía ver bien el mundo porque no podía retirar de la escena su propia sombra, el lenguaje estructuralista consigue eliminar esa sombra, pero a cambio de eliminar también la visión. Por eso, a la hora de hacer 'una historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot', Peter Bürger tiene que comenzar llamando la atención sobre la ambigüedad de la desaparición del sujeto, es decir, sobre el hecho de que, en la historia de las letras occidentales, la 'pasión por desaparecer' se produce en el sujeto al mismo tiempo que sus más sonados 'actos de afirmación': Descartes es contemporáneo de Pascal, como Rousseau lo es de Voltaire y Sartre de Bataille.
Así pues, la 'historia' narrada en este libro no comienza con el nacimiento del sujeto ni termina con su muerte, sino que es la historia de cómo las tendencias del sujeto occidental a autoafirmarse como fundamento le conducen a una extraña voluntad de autoaniquilación, y de cómo esas tentativas 'suicidas' son a su vez intentos de afirmación del yo. Más que de la subjetividad en sentido general, se trata de una historia de las transformaciones de ese doble movimiento en el cual se contiene la estructura bifaz (¿dialéctica?) de la conciencia moderna: 'La desaparición del sujeto pertenece a la filosofía del sujeto, en lugar de anunciar su final'. Pues la desaparición del sujeto, sobre todo, no anuncia nada sino que más bien muestra 'el límite de nuestras posibilidades de acción'. Como Peter Bürger se ocupa no sólo de aquellos autores que han tratado 'temáticamente' de la subjetividad, sino también de quienes han elegido la expresión de su propia subjetividad como forma de escritura, facilita la entrada a las reflexiones de Christa Bürger, añadidas para la edición española: esta síntesis de los dos Bürger es uno de los aciertos de la edición, que sin embargo está plagada de numerosos descuidos de traducción y anotación. La revisión de la subjetividad femenina puntúa el relato desde el ámbito del feminismo y de la reconstrucción del lugar de las mujeres a través de su expresión literaria, en tono y estilo distintos al resto del libro, pero de excepcional importancia, por una parte, para añadir a esta historia algunos de los personajes que siempre suelen quedar en el anonimato y, por otra, para ver ángulos insólitos de los protagonistas: Descartes interrogado por Elisabeth de Bohemia; Rousseau, por su corresponsal Henriette; Kant, por Marie von Hebert; Flaubert, por Marie-Sophie Leroyer, o Bataille por Colette Peignot... 'La negatividad de la existencia de las mujeres como eso extraño que no puede alcanzar dialéctica alguna', y que sólo podría serle restituido al sujeto mediante una praxis de la renuncia.
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