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Tribuna
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El viejo monstruo

La historia, según cabe deducirla de los parcos datos facilitados por este mismo diario (véase EL PAÍS, 9 de noviembre de 2002), es más o menos como sigue: la televisión pública marroquí, al parecer presionada por la Embajada estadounidense en Rabat, ha eliminado de su programación para el actual mes de Ramadán un culebrón egipcio, de título Caballero sin montura, cuyo personaje protagonista es un patriota del país del Nilo que lucha contra el imperialismo británico con la fuerza de las convicciones que extrae de... Los protocolos de los sabios de Sión. La noticia, en todo caso, era que mientras en Marruecos los responsables televisivos se han doblegado a la coacción foránea, ésta no ha surtido ningún efecto en Egipto, donde la polémica serie se sigue emitiendo con el visto bueno del Gobierno y a plena satisfacción de la audiencia.

A mi juicio, en cambio, la noticia debería ser muy otra. Debería ser que, en el más importante de los países árabes, bajo un régimen tenido por prooccidental y moderado que firmó la paz con Israel hace más de 23 años y mantiene desde entonces con su vecino relaciones diplomáticas normalizadas, en un sistema que somete los medios de comunicación a estricto control político, la televisión estatal pone su inmensa influencia al servicio no de una serie polémica -¿qué hay en el contenido de los Protocolos que esté sujeto a discusión o controversia?-, sino de una ficción abiertamente antisemita. Y que, encima, el portavoz de la presidencia egipcia se permite calificar de 'obra de arte' ese Caballero sin montura inspirado por uno de los textos más aberrantes y dañinos de todo el siglo XX.

Tal vez sea preciso, para justificar este último aserto, recordar brevemente de qué estamos hablando. Producto de una falsificación pergeñada sobre un plagio, Los protocolos de los sabios de Sión realizan una versión, alterándole el sentido, de un panfleto satírico que el abogado progresista francés Maurice Joly había publicado en 1864 contra Napoleón III bajo el título de Diálogo en los infiernos entre Montesquieu y Maquiavelo. Reescrito por varias plumas -la más conocida es la de un tal Serge Nilus- bajo los auspicios de la policía política zarista, y presentado como la prueba fehaciente del complot judío para dominar el mundo, el nuevo texto vio la luz hacia 1903, arropado por los círculos de la extrema derecha rusa, y contribuyó a alimentar los pogromos que asolaron aquel país hasta 1914, así como la matanza de 60.000 judíos en el curso de la guerra civil entre blancos y rojos.

Hasta entonces, sin embargo, los Protocolos constituían un fenómeno local. Su difusión a escala planetaria comenzó precisamente en la resaca del triunfo bolchevique, que exportó hacia Occidente tanto el miedo a la revolución como el discurso paranoico de los ultras rusos, este último con un éxito de acogida fulgurante. Desde Estados Unidos, el magnate automovilístico Henry Ford recogió el mensaje en otro celebérrimo libelo, El judío internacional (1920), mientras en Europa las ediciones de los Protocolos, aliñadas con diversos aderezos para dar actualidad y verosimilitud al mito, se multiplicaban en todos los idiomas. El lector curioso podrá hallar en el reciente libro de Gonzalo Álvarez Chillida El antisemitismo en España (Madrid, Marcial Pons, 2002) la historia detallada de sus divulgadores en este país, desde la derecha antirrepublicana y fascista de los años treinta, pasando por los policías franquistas Eduardo Comín Colomer y Mauricio Carlavilla, hasta los neonazis de Cedade y la famosa librería Europa, así como un inventario de las 29 ediciones españolas del texto de marras, la última fechada en el año 2000 en Barcelona.

De cualquier modo, fue en la Alemania vencida y trabajada de antiguo por el antisemitismo donde los Protocolos hallaron una recepción más apoteósica, donde se incorporaron al arsenal ideológico nazi -Hitler los cita en Mein Kampf como fuente de autoridad-, donde Rosenberg y Goebbels les extrajeron todo su jugo propagandístico y legitimador de la persecución: si los hebreos pretendían sojuzgar al mundo, bien habría que defenderse de ellos. Los resultados de aquel montaje demencial son de sobra conocidos.

Con este breve recorrido histórico lo único que he pretendido subrayar es que no estamos refiriéndonos a un texto marginal, al exabrupto episódico de un exaltado, sino a uno de los libros más divulgados y más deletéreos, más mortíferos, de la pasada centuria. Por eso me parece gravísimo que no en los tiempos guerreros de Nasser -el cual ya había pulsado esa cuerda-, sino en los días pacíficos de Mubarak, la televisión egipcia siga cultivando el prejuicio y el odio genéricos ni siquiera contra los israelíes: contra los judíos en general.

Seguramente, los autores y los programadores de la serie Caballero sin montura la justifican en el marco de la Intifada y como expresión de su fraternal adhesión a la 'justa causa del pueblo palestino'. La causa es justa, sí, pero igual que eso no nos obliga a asumir los objetivos ni los métodos de Hamas o de la Yihad islámica, tampoco convalida todas las formas de simpatía hacia ella, ni en el mundo musulmán, ni en Europa. Aquí y allí, la crítica contra la política israelí y el apoyo a la creación de un Estado palestino es una cosa, y el antisemitismo, ese viejo monstruo, otra bien distinta. ¿O acaso vamos a admitir que profanar el cementerio judío de Melilla sea un modo legítimo de luchar por Palestina, que ese profesor coruñés que expone a sus alumnos las tesis negacionistas sobre el holocausto se las dé de paladín contra el 'pensamiento único', que quienes exhiben pancartas equiparando la estrella de David con la esvástica nazi parezcan unos progresistas consecuentes? El asunto ha sido y es demasiado serio como para pasar en silencio tales frivolidades.

Joan B. Culla es historiador.

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