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¿Traiciona Europa a Estados Unidos?

Uno de los efectos más peligrosos del 11 de septiembre de 2001 es el debate que se ha generado acerca de las reales o supuestas diferencias entre EE UU y Europa. EL PAÍS ha publicado, entre otras contribuciones, dos de los extremos del debate: por una parte, Francis Fukuyama (Occidente puede resquebrajarse, 17-8-2002), y por otra, Roberto Toscano (Las dos orillas del Atlántico, 10-10-2002).

La línea argumental de algunos analistas estadounidenses es que desde la Segunda Guerra Mundial en adelante Europa ha construido un régimen basado en pactos sobre cuestiones económicas, comerciales, políticas, culturales y militares, y que ha pretendido que el resto del sistema internacional funcione de acuerdo a ese modelo. A la vez, se habría refugiado en la protección de la armas nucleares de EE UU y del liderazgo de este país en la OTAN para construir su micromundo, dejando a Washington los trabajos duros, como hacer la guerra en diversas partes del planeta.

El análisis va más allá. Europa concibiría al sistema multilateral de acuerdos entre Estados como una instancia superior y más avanzada, en la que los Estados nacionales derivan poder a las organizaciones como la ONU y la misma Unión Europea y sus diversos cuerpos representativos. Mientras que para EE UU las instituciones internacionales y los acuerdos multilaterales son funcionales a la soberanía nacional. O sea, que sirven mientras sirvan a EE UU. Europa se apoyaría en las organizaciones porque es débil militarmente; mientras que EE UU les rehúye porque es fuerte.

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Estos argumentos son simplificadores, no representan la realidad y producen una discusión errónea. Se trata de un debate creado y orientado a presionar y justificar, primero, los ataques al sistema multilateral del equipo gobernante en EE UU; segundo, una posible guerra contra Irak; tercero, reafirmar la hegemonía de Washington sobre los aliados europeos y para imponerse en otras pugnas económico-comerciales entre ese país y la UE, y en espacios como la Organización del Comercio Mundial o los organismos internacionales de crédito; y cuarto, para legitimar el posible aumento del gasto militar europeo.

La primera simplificación radica en que Europa no es la que presenta Robert Kagan (en Policy Review, junio de 2002) ni Fukuyama. Hay mucha más diversidad. Basta ver, por un lado, la sumisión de Tony Blair, José María Aznar y Silvio Berlusconi a las políticas de Bush en Irak, a la falta de respeto hacia Naciones Unidas y a la aceptación de las exigencias de Washington respecto de la Corte Penal Internacional. Por otro, el canciller alemán, Gerhard Schröder, mantiene una posición hacia la cuestión iraquí que, curiosamente, en vez de ser elogiada por muchos gobiernos y comentaristas europeos, es vista como una excepcionalidad oportunista debido a las recientes elecciones. Hay gobiernos en silencio y otros oscilantes, como el francés.

En segundo lugar, hay, en efecto, un intento de crear un sistema de régimen, de pactos que permita funcionar a Europa y, si fuese posible, al resto del mundo a través de métodos multilaterales. Desde Europa se invita a Washington a que retome todo lo que ha hecho por ese sistema mundial y que colabore. Toscano dice que ésta es una tarea ambiciosa, pero que no implica crear un gobierno mundial, sino que haya 'nuevas formas institucionales' en las que se articule lo global con lo regional. En cada país, en Europa, en el mundo. El comisario de Relaciones Exteriores de la UE, Chris Patten, afirma ('America should not relinquish respect', Financial Times, 3-10-2002) que frente a las amenazas y problemas globales 'EE UU puede establecerse como el líder hegemónico para preservar sus propios intereses. O podría ayudar a construir un mundo imperial sin emperador, donde las reglas internacionales sienten los parámetros para la preservación legítima de los intereses particulares, pero donde la ley se aplique a todos'.

La tercera cuestión es el poder y la fuerza. Kagan y otros creen, como los realistas antiguos, que el sistema internacional funciona y debe funcionar por el equilibrio de la fuerza. Y que la legitimidad la da la fuerza y no la causa o razón que se defiende. Éste es un argumento muy peligroso. Tener fuerza no es tener razón. Se había llegado después de 1989 a que la fuerza es un elemento de la seguridad de los Estados, pero que son, entre otros factores, las relaciones económicas más equilibradas, la preservación del medio ambiente, las garantías sobre los derechos fundamentales, la protección de los derechos humanos lo que haría que el mundo fuese más seguro y razonable para todos.

El 11 de septiembre 2001 agudizó el debate entre dos sectores. Unos opinaron que, por terribles que fueron los atentados, era necesario averiguar y trabajar sobre las causas del fanatismo, de la violencioa religiosa y, especialmente, el resentimiento entre los excluidos. Otros, que era preciso responder con la fuerza, y aprovecharon la tragedia para imponer su visión. Frances Fitzgerald explica cómo la mayor parte del equipo del presidente Bush Jr son antimultilateralistas convencidos desde hace décadas. ('George Bush & the world', The New York Review of Books, 26-9-2002).

El cuarto factor es la legitimidad del sistema liberal. Fukuyama avisa que el verdadero liberalismo es el que se apoya sobre el interés individual del Estado. A partir de ahí, el Estado participa en organizaciones internacionales a las que le deriva legitimidad de forma limitada. Según este autor, en la medida que los europeos son multilateralistas convencidos están rompiendo el principio de la libertad del Estado para defenderse ante enemigos (como el terrorismo). Y cómo los europeos viven en un mundo ideal protegidos por Washington, entonces van a terminar rompiendo el pacto atlántico y el sistema liberal internacional. Esta falacia catastrófica no se sostiene: hay divergencias de opiniones europeas, muchos líderes de este lado del Atlántico tampoco creen en la ONU (como Aznar), y no estar de acuerdo no significa romper con un sistema económico y político liberal y globalizado en el que hay más compatibilidades que diferencias.

Desafortunadamente, algunos líderes europeos son poco europeístas. Cuando el debate de altura baja a la cruda realidad, y viene el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, a Bruselas a presionar para que Europa aumente los presupuestos militares, entonces el (británico) secretario general de la organización, George Robertson, y el (español) Javier Solana, encargado de la política exterior y seguridad común de la UE, le dan la razón. (EL PAÍS, 5-10-2002).

No es con más fuerza militar como se equilibra la relación con EE UU, ni cómo se le podrá influenciar, en contra de lo que cree Timothy Garton Ash (Podemos dejar fuera de 'esto' a Estados Unidos, EL PAÍS, 21-9-2002), ni cómo se enfrentan los grandes problemas globales. Tampoco restringiendo libertades democráticas o instalando cañoneras contra los inmigrantes. El argumento de la fuerza perjudica a Europa porque le quita el mayor valor que tiene este continente: un conjunto de Estados democráticos y ricos en recursos humanos y científicos que han avanzado como nunca se había hecho en acuerdos y pactos; que tiene un fuerte peso de diversidad cultural y que puede desempeñar ese papel como modelo y paradigma. Una tarea difícil y compleja, pero con medio siglo de experiencia: la paz, la democracia y la justicia son posibles si se construyen, y se defienden, entre todas las partes.

Mariano Aguirre es director del Centro de Investigación para la Paz (Madrid) y miembro del Transnational Institute (Amsterdam).

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