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No más cumbres: ¡acciones!

Acaba de celebrarse en Delhi una Cumbre del Clima de Naciones Unidas. Otra reunión más, en la que no se han conseguido compromisos concretos e inmediatos, para detener los problemas ambientales que padece el planeta. Diez años después de la reunión de Río de Janeiro, en que se acordaron medidas para frenar la degradación del clima, todo sigue igual y nadie pestañea. La situación es altamente preocupante, pues los problemas se agravan. Los que nos gobiernan, aunque conscientes de la gravedad del asunto, no hacen nada para remediarlo porque están demasiado ocupados en resolver sus propios problemas fáciles y de corto plazo, que son los que pueden reportarles beneficios electorales. Los otros graves problemas globales, por muy inquietantes y acuciantes que sean, resultan lejanos, difíciles y, sobre todo, a largo plazo. No dan ni imagen, ni réditos inmediatos, y cuando pudieran apreciarse resultados, serán otros los que gobiernen y ellos se llevarían el mérito. En suma, no interesan. Prefieren atender aquellos asuntos que lucen, cuya solución se palpa, se ve, es inmediata y mediática. Inaugurar más autopistas, polígonos industriales, anunciar cifras sobre el crecimiento económico, todo ello suena a éxito, a misión cumplida. Seguirán asistiendo a las grandes cumbres sobre esta materia. Firmaran nuevos protocolos para tener buena conciencia, pero todo quedará en buenas palabras para calmar durante un tiempo las inquietudes de la gente. Los problemas seguirán agravándose mientras no se pongan en práctica las medidas acordadas.

Pero incluso si así fuera, si se decidiera aplicar estas medidas, éstas se enfrentarían frontalmente con los intereses del poder económico. Aun cuando nadie duda que los problemas climáticos son debidos en gran parte a los efectos colaterales sobre el ecosistema que ocasionan ciertas industrias y sus derivados, éstas ni se inmutan. Parece, sin embargo, que hallar una correlación adecuada entre crecimiento y respeto a la naturaleza es una cuestión que debiera interpelar hoy al mundo empresarial. Pero no es así. Sus directivos, al igual que los políticos, también precisan de resultados inmediatos para mantenerse en el poder. Cada ejercicio ha de reportar crecientes beneficios. No es, pues, cuestión de blandir la bandera ecológica y hablar del futuro del planeta, sino de dividendos. Los graves problemas medioambientales que ellos pudieran mitigar no figuran en la cuenta de resultados de sus empresas. ¡Para eso está Greenpeace! Cualquier directivo que utilizara su poder para poner coto a los daños ecológicos que su empresa genera se vería defenestrado rápidamente y sustituido por otro que tendría buena cuenta de no seguir por ese camino.

Siendo así las cosas, está claro que para que lleguen a aplicarse las medidas acordadas en esas cumbres, éstas han de imponerse por ley. Los gobiernos deben usar el poder que la gente les ha conferido para hacer que se cumpla lo que es de interés global y que afecta al porvenir del planeta. Y esto ¡pese a quien duela! Pero no es fácil. Aplicar estas medidas podría suponer, en un primer tiempo, un bajón del PIB. Algo que resulta inaceptable tanto para los políticos como para los empresarios. Tanto más cuando puede haber una suerte de connivencia entre ambos. Se dice que el Gobierno de EE UU no ratifica el Protocolo de Kyoto simplemente porque se halla vinculado a los intereses de esas grandes empresas que debiera sancionar.

Es evidente que la ayuda que precisa la Tierra para evitar el desastre ecológico que se avecina no vendrá ni de unos, ni de otros. Esto es lo que realmente preocupa. El sistema en que nos hallamos no esta previsto para remediarlo. Continuará generándose más crecimiento desaforado y más contaminación, y el clima seguirá deteriorándose. Ese desarrollo sostenible que concilia desarrollo económico, progreso social y protección del entorno, tal como se definía en Río, será imposible de alcanzar mientras todo siga como hasta ahora.

La esperanza de una solución tiene que venir por algún otro circuito. Está visto que las vitales decisiones relativas a la degradación ambiental no pueden dejarse en manos de políticos y empresarios. Para cuidar de estos importantes problemas globales, debe crearse un organismo independiente, que no dependa ni de los votos que obtenga, ni de los beneficios económicos que pueda reportar. Un organismo con esa misma independencia y poder que tendrá, esperemos, la Corte Penal Internacional recién creada. Un organismo cuyo interés esté por encima de otros intereses. Dirigido por expertos en estas cuestiones y con plena soberanía en todo lo relativo a estos asuntos vitales. Una agencia supranacional que vigile y legisle sobre todo lo relativo a estos asuntos de simple supervivencia. Un organismo reconocido por todos los países, sin que nadie pueda escudarse en esas habituales supuestas 'pérdidas de soberanía', pues la materia de que se trata no entiende de fronteras ni de culturas.

Es posible que todo esto suene a utopía y, viendo como funciona el mundo, probablemente lo sea. Pero lo que es una cruda realidad es que las cosas no mejoran y que tenemos que hallar ya un modo de lograr que se apliquen con cordura las medidas que se precisan para evitar que la vida en este planeta resulte invivible. La sociedad civil debe manifestarse para exigir que se actúe ya, esperando que no sea demasiado tarde.

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André Ricard es presidente de Design for the World.

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