Dedazo y destape
La sucesión de José María Aznar, a la luz de la experiencia política mexicana
La ausencia de precedentes parlamentarios capaces de ilustrar los mecanismos ideados por José María Aznar para designar a su futuro sustituto como candidato presidencial del PP en 2004 invita a analizar las experiencias del sistema mexicano, que sufrió una irreversible crisis entre los años 1988 y 2000. La desaparecida figura del presidente que designa libremente a su heredero (el dedazo), aunque luego el partido teatralice su nombramiento formal como candidato destapado, parece haber encontrado asilo en España. Pero las analogías hay que manejarlas con sumo cuidado para no caer en conclusiones disparatadas. No es sólo -aunque también- que los sistemas presidencialistas y los regímenes parlamentarios sean especies diferentes; ni que el Partido Revolucionario Instititucional (PRI) fue durante décadas un partido hegemónico sin rivales competitivos en elecciones falseadas desde el poder. Una disparidad aún mas relevante es que Aznar ha renunciado voluntariamente a prolongar su mandato, innovación beneficiosa para la democracia española (y para la higiene mental de los gobernantes) si se convierte en uso político vinculante. En cambio, el principio de no reelección -ni sucesiva ni alterna-ha sido la clave de arco de la política mexicana. Aunque luego traicionara su compromiso, Porfirio Díaz conquistó el poder con ese lema y permitió incluso al general Manuel González sustituirle en un breve interregno. Franciso Madero inició la Revolución Mexicana al frente del Partido Antirreelecionista; salvo el regreso de Álvaro Obregón al poder en 1928 (lo pagaría con la vida), ese principio ha resistido cualquier tentativa de reforma constitucional.
La figura del presidente que designa a su heredero ha encontrado asilo en España
Con todo, tal vez algunas lecciones de las antiguas prácticas sucesorias mexicanas, ideadas para posibilitar los cambios presidenciales sin violencia, permitan orientarse en la espesa niebla creada por Aznar. El estudio de Jorge G. Castañeda -actual secretario de Relaciones Exteriores en el Gabinete de Vicente Fox- titulado La herencia. Arqueología de la sucesión presidencial en México (México DF, 1999) ofrece bastantes pistas. En la primera parte de la obra (La historia de los vencedores) el autor pregunta a cuatro ex presidentes -Luis Echeverría, 1970-1976; José López Portillo, 1976-1982; Miguel de la Madrid, 1982-1988, y Carlos Salinas de Gortari, 1988-1994- sobre la forma en que fueron destapados por sus predecesores y los criterios orientativos luego de sus dedazos; la segunda sección (La visión de los vencidos) da la palabra a los derrotados y propone algunas pautas explicativas. Sin dejarse emborrachar por las analogías, las regularidades formuladas por Jorge G. Castañeda acerca de los mecanismos selectivos mexicanos arrojan cierta luz sobre la actual situación española.
Así, cabría distinguir -al menos desde el tránsito de Díaz Ordaz a Echeverría en 1970- dos tipos de sucesión: de un lado, por decisión, modelo que se corresponde con la temprana elección del candidato agraciado (a esta categoría pertenecerían Díaz Ordaz, Lopez Portillo, Salinas y el malogrado Colosio); de otro, por descarte o eliminación, a causa del fracaso de los competidores del ganador (López Mateos, Echeverría, Miguel de la Madrid y Ernesto Zedillo integrarían ese grupo). La variante elegida marcará las características del siguiente mandato: el descarte provoca la ruptura entre el presidente saliente y el sucesor (convencido de que sólo debe el nombramiento a sus méritos), mientras que la decisión deja enconadas heridas entre los pretendientes rechazados (conscientes de haber servido de bulto).
¿Cuáles serían los criterios adivinables de Aznar a este respecto? Si estuviese preparando una sucesión por decisión, resultaría necesario abrir un nuevo turno de preguntas. ¿El elegido desde el comienzo sería Rodrigo Rato, en su indiscutido papel de san Pedro como jefe de los apóstoles, o alguien al estilo de Ángel Acebes, posible san Juan de las preferencias presidenciales? Pero si la sucesión de Aznar fuese por descarte, la experiencia mexicana enseña que la elección del candidato entre los finalistas dependería de su idoneidad para encarar el problema dominante al final del mandato presidencial: por ejemplo, López Portillo designó en última instancia a Miguel de la Madrid debido a la gravedad de la situación económica a comienzos de los ochenta, pero el agraciado hubiese podido ser Javier García Paniagua de haberse deteriorado aún más el orden público. ¿Será la economía la preocupación de Aznar, en cuyo caso Rodrigo Rato partiría como indiscutible favorito? ¿O los desafíos del País Vasco darán ventaja a Jaime Mayor Oreja? ¿Reviste algún significado el aprendizaje en varias carteras (entre otras Interior y Administraciones Públicas) que Aznar ha facilitado durante estos años a Rajoy y Acebes?
Jorge G. Castañeda concluye que los candidatos muestran siempre una indesmayable fidelidad al presidente y extreman las precauciones en su trato; se dice que Miguel de la Madrid visitaba a su psquiatra antes de despachar con López Portillo. Nunca es bueno brillar demasiado; en este sentido, Rodrigo Rato podría mirarse en el espejo del defenestrado secretario de Hacienda Jesús Silva Herzog. Es preciso tener sensibilidad suficiente para interpretar los cariños y ronroneos presidenciales, pero también se necesita cierta retranca para no dejarse engañar por los falsos presagios. Las pautas de regularidad también alcanzan a los mandatarios salientes, que nunca abandonan el ensueño infantil de seguir reinando -como poder detrás del trono- después de abandonar la presidencia, al estilo del maximato de Plutarco Elías Calles roto finalmente por Lázaro Cárdenas.
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