La peor violencia, la indiferencia
Iba a comentar los cambios de Gobierno de Artur Mas. 'Tocaría...', me dije mientras repasaba, desayunando, los nombres que, según sesudos analistas, marcan el primer Gobierno del elegido. Pero la magdalena, que no era proustiana sino indecentemente real, se me atragantó. '¡Ha vuelto Fernández Teixidó!', dije al recuperar el arte de hablar. Y fue así como percibí el profundo milagro de la política, ese lindo espectáculo del travestismo que consigue ministros del PP donde hubo militancias comunistas y consejeros nacionalistas allí donde hubo viejas glorias del centrismo más castizo. ¡Qué poco importa la ideología de cada cual si luego, fichado en nómina por la casa del vecino, uno habla de 'evolución natural' y reinventa el darwinismo en versión ideológica! Aunque nunca sabemos, en estos casos, si es evolución o devolución de favores... Pero lo más bonito del soliloquio de mi magdalena fue la mala leche que gasto en el tema de fondo..., ese milagro de la ciencia política que permite mezclar negocios particulares y bien público como si fueran la misma confusión en el caos, el mismo caos organizado... Caído Subirà, que el sector negocios no tremoli, que llega la evolución de la especie.
Constatadas las miserias de los adultos, prefiero hablar de niños, aún impactada por esa Historia de Ada que escribí para Intermón y que durante dos años me dejó el alma seca de emoción, absorbida por las cifras de las Adas del mundo, prostituidas, mutiladas, guerreadas en las guerras de los niños soldados, explotadas en los agujeros negros de la economía del consumo. ¡Qué dureza seca, como un golpe mortífero a la conciencia, la dureza de esas historias que he conocido! Ahora ha llegado a Barcelona Kailash Satyarthi, presidente de la Marcha Global contra el Trabajo Infantil, y por un par de días la infancia destruida ha vuelto a tener su pequeño espacio en nuestras ocupaciones informativas. ¡La esclavitud infantil!, ¿sabían ustedes que existía? No. No me refiero al conocimiento fugaz que inunda nuestro feliz mundo informado, sino a la información sangrante, la que hiere nuestro estómago lleno como si fuera una úlcera. Les daré algunos datos que, como la buena poesía, más que palabras son gritos: de cada 100 niños que nacen, 92 lo hacen en el Tercer Mundo. De ésos, 33 no serán registrados, 9 morirán antes de los 5 años a causa de enfermedades curables, 32 padecerán desnutrición grave y 27 no serán inmunizados. Carecerán de agua potable otros 18 y 39 no contarán con saneamiento ambiental. Veinte de ellos no irán a la escuela. ¿Cuántos engrosarán las filas de la prostitución infantil, que mueve millones de dólares y moviliza a millones de almas infantiles? ¿Cuántos combatirán en las guerras donde, hoy por hoy, 300.000 niños soldados luchan en primera línea? ¿Cuántos nacidos en el África subsahariana herederán la única herencia de sus madres, el sida, una enfermedad que ha matado más personas en África que la suma de las guerras de los últimos 10 años? ¿Cuántos serán niños explotados o, directamente, niños esclavos? Se calcula que, de cada dos niños pobres, uno trabaja como esclavo. ¿Qué se hace con el otro? El otro sobra y es un niño de la calle.
Hablemos del trabajo infantil enmarcado en un axioma que eriza todas las pieles, por duras de oído que sean: según Anti Slavery International, la organización que, desde la época de la esclavitud, lucha contra ella, hoy hay más esclavos en el mundo que en la época del tráfico: 27 millones entre adultos y niños. A partir de aquí, siguen los datos: un niño vale, en el mercado, una media de 20 dólares; trabaja un mínimo de nueve horas, sin fiestas; la mayoría empiezan a los 10 años. Si hablamos de explotación, en los términos de la OIT de 'las peores formas de trabajo', las cifras llegan a 60 millones en situación intolerable. La conclusión de este drama podría resumirse en este estudio comparativo de una fábrica del sureste asiático: las niñas de esa fábrica trabajan durante 8 meses, 12 horas al día, 6 días a la semana, subalimentadas,
realizando un trabajo repetitivo con productos inflamables para tener lo que recibe en Navidades un niño de nuestro país sólo en juguetes. ¿Los trabajos? Niños de dos y tres años para los agujeros demasiado pequeños de las minas. Niños a partir de nueve años en las plantaciones de cacao, ése de la leche de nuestros niños bien alimentados. Niños de siete y ocho para las pelotas de fútbol de nuestros niños futbolistas. Niñas de la caña de azúcar, de los telares de nuestras prendas de vestir, de las bambas con marca de nuestros niños, niños en los cafetales de nuestro café. Son las Adas de mundos donde no existen las hadas.
Acabo con un homenaje a Iqbal Masih. Dijo, en una visita a una escuela americana, en 1995, antes de ser asesinado: 'Toda mi vida he oído decir a mis amos que tenía que trabajar en las alfombras porque los americanos ordenaban hacerlas, y durante todos esos años me preguntaba cómo eran esos americanos terribles que obligaban a los niños a sufrir tanto para que ellos tuvieran alfombras'. Fue vendido por sus padres a los cuatro años. Necesitaban pagar una deuda de 600 rupias (15 euros) de la dote matrimonial de su hermano, y el dueño de la fábrica prestó el dinero. Los intereses nunca se pudieron pagar. Estuvo encadenado al telar 12 horas al día, desde los 4 años hasta los 10, en que fue liberado. Cuando Ehsan Khan, presidente del Frente de Liberación del Trabajo Forzado, lo conoció, dijo: 'Tenía 10 años, pero respiraba como un abuelo. Sentía pánico. Tenía la espalda curvada por trabajar en cuclillas y un gravísimo retraso de crecimiento. Las manos eran nudos y callos, y los pulmones estaban afectados por el polvo de alfombra'. Fue liberado y se dedicó a luchar contra la esclavitud infantil. Murió de un balazo de las mafias de la alfombra paquistaní cuando iba en bicicleta. Tenía 13 años.
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