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Columna
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Casa

Nada resulta más difícil que la normalidad. A las sociedades les interesa cubrir las diferencias con los andrajos del malditismo o con el disfraz brillante de la genialidad. Un homosexual parece poco escandaloso cuando se hunde en los viejos territorios de la ley de vagos y maleantes o cuando protagoniza tertulias de televisión, muy ocurrente en su papel de mariquita, reina de los cotilleos, la gracia, la sensibilidad y la maledicencia.

Por eso es conveniente que las personas normales salgan del armario y nos recuerden que la homosexualidad, más allá de los prejuicios sociales, tiene poco que ver con los ritos de la marginación, con la sensibilidad blanda y ensortijada de los artistas y con los bufones deslenguados que pueblan los medios de comunicación. Esta ha sido la enseñanza imprescindible del guardia civil homosexual que supo defender el derecho a vivir con su pareja en una casa cuartel.

Los homosexuales son gente muy normal, banqueros o albañiles, médicos o profesores de matemáticas, enfermeras o abogadas, cantantes o taxistas, policías o ladrones, que cumplen con su trabajo y se acuestan con quien quieren o con quien pueden, como todo el mundo, sin que eso les marque su carácter (más allá de los prejuicios sociales, repito).

Un homosexual es tan imbécil o tan inteligente, tan vulgar o tan brillante, tan sensible o tan tosco, como cualquier heterosexual. Debemos, pues, agradecer la noticia de los guardias civiles homosexuales que afirman su condición en público. Y, sin embargo, junto al valor, queda al descubierto un horizonte de tristeza cada vez que la sexualidad se convierte en noticia, transformando la vida digna y discreta de los seres normales en un acontecimiento propio de la telebasura. La violencia de hablar en alto de la propia sexualidad, las incomodidades de los políticos, los poetas o los militares que deben discutir en la prensa las preferencias de sus camas, son la última humillación de unos seres normales que necesitan defenderse ante una sociedad reaccionaria y clerical, que sólo sabe resolver sus propios nervios con el chiste despectivo o con el autoritarismo. O con la caridad de su tolerancia. La condición de nuestra tribu no debe merecernos mucha confianza cuando nos damos unos a otros las gracias por aceptarnos como somos. Nada resulta más difícil que la normalidad.

Amigos bien intencionados han aprovechado la noticia del guardia civil para criticar la existencia de las casas cuarteles. ¿Cómo puede gustarle a una persona normal vivir dentro de un cuartel? Le dan así una vuelta de tuerca al escándalo, sin detenerse a pensar en la descarnada y poco tolerante realidad de los salarios. Prefiero darle otra vuelta de tuerca a mi solidaridad con este guardia civil, y recordarme, bajo la sombra literaria de Bernarda Alba, que toda casa es un cuartel, porque llevamos un policía, un ejército asustado e imperialista, dentro del corazón, gobernando los últimos pliegues de la conciencia.

Los comentarios, las humillaciones, las represalias que aguantará en el cuartel no serán muy distintas a las que ya habrá aguantado en la calle, en su propia casa. Toda violencia es doméstica.

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