El lado amargo de un caramelo
Alrededor del hermoso rostro aniñado de la francesa Audrey Tatou se han amasado en tan poco tiempo tantos dinerales que sería un despilfarro que los negociantes de películas dejasen abandonados a su suerte los tics derivados de su alarde fotogénico en el caramelo de Amélie. Estos tics son una mina, y obviamente se sigue excavado en lo que tienen de filón. Sólo te tengo a ti es prueba de ello y también de que hay conciencia de que el rostro de la actriz tiene una tersura de duración limitada y pronto comenzará a experimentar inoportunas mutaciones, por lo que conviene ir preparándola para desencadenar otros, distintos e incluso opuestos, futuros dinerales. Y así, a su mago gesto dulce se le adosa ahora por detrás, en la espalda del comportamiento, un insólito revés amargo, un revés que opone al halo del hada el velo de la bruja; a la mirada rosa de la enamorada, la mirada negra de la homicida; al aura de la inteligencia, la opacidad de la locura.
SÓLO TE TENGO A TI
Directora: Laetitia Colombani. Intérpretes: Audrey Tatou, Samuel leBihan, Isabelle Carré, Sophie Guillemin, Clément Sibony, Eric Savin, Michelle Garay, Elodie Navarre, Catherine Cyller. Género: drama, Francia, 2002. Duración: 92 minutos.
En el arranque de Sólo te tengo a ti está el dulce rostro del hada en estado de plena posesión de sí mismo, pero, en un instante impreciso, el enrevesado y extraño suceso que vertebra argumentalmente la película experimenta un cambio brusco -y me temo que también tramposo, pues la pantalla no da al espectador acceso al qué y menos aún al porqué de ese cambio, lo que de paso perjudica, pues la hace adivinable, a la zona de desenlace del filme- de punto de vista, lo que provoca un vuelco en la estructura del relato, que de la subjetividad inicial salta a una especie rara e imprecisa de objetividad.
La directora del filme, Laetitia Colombani, se comporta, sin serlo, como una curtida maniobrera, una avezada tahur de la imagen. Hay olfato y capacidad de regate en esta habilidosa cineasta de 26 años que sabe jugar con el espectador y hacerle trampas saltándose a la torera las reglas, esas que dicen que la decencia narrativa obliga siempre a dar alguna pista de en qué consiste lo que se oculta.
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