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Columna
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El Eje del Bien

Lo de si con el 11-S comienza o no el siglo XXI está todavía sub iudice, pero sí que está sobradamente claro que ya nada en el mundo le es ajeno. La súbita mejoría del Eje franco-alemán, sellada en la pasada cumbre europea de Bruselas, es una de sus últimas consecuencias.

La construcción de Europa ha sido una obra básicamente franco-alemana. La reconciliación de las dos grandes naciones, cuyo enfrentamiento en tres guerras entre 1870 y 1945 había sido el punto G de la desunión europea, lo tenía todo. Francia era la directora política de una construcción continental, que entonces no interesaba a Gran Bretaña, y Alemania, un formidable escudero económico al que le faltaba capacidad de representación geopolítica a causa de los terribles pecados del nazismo.

Ese ten con ten aguantó hasta la caída del muro en 1989 y la reunificación alemana al año siguiente. El presidente Mitterrand estaba leyendo el libro al revés cuando daba por sentado que Mijaíl Gorbachov impediría por sí solo la desaparición de la RDA. El líder soviético, ya sin base de poder propia, se hacía a un lado, y Francia se veía enfrentada a una sola Alemania en vez de dos, pero que era mucho más Alemania que las anteriores.

La última obra en común de una Francia a la que Mitterrand en privado declaraba entonces en declive inevitable y de la nueva Germania que se extendía del Rin al Oder-Neisse sería el Tratado de Maastricht de 1993. Tras ello, Berlín parecía creer que ya no tenía por qué ceder nunca más el paso a París, y Francia agarraba una tremenda depresión que poco después se plasmaba en un referéndum en el que la integración europea se salvaba apenas por un puñado de síes. El Eje era ya sólo un ectoplasma.

Tony Blair, primer ministro desde 1997 y mucho más interesado en Europa que cualquiera de sus antecesores desde Edward Heath en los setenta, tenía que buscar un encaje británico en la UE, bien metiéndose en el Eje o ignorándolo para inventar nuevas realidades. Y, como el votante de las Islas no garantizaba el ingreso en el euro -lo que le impedía jugar el juego europeo desde dentro-, el líder británico eligió convertirse en la escopeta internacional de Europa. Allí donde hicieran falta soldados, Gran Bretaña era la primera; si se hablaba de promover una fuerza militar europea, daba un paso al frente. Sobre esa base, su actual conchabamiento militar con Estados Unidos es para Gran Bretaña una forma de contar en el mundo, pero sobre todo en Europa.

El 11-S ha acabado, sin embargo, por ser contraproducente para las pretensiones de Blair. El líder neolaborista contaba, verosímilmente, con que el continente acabara subiéndose al carro norteamericano -lo que aún puede ocurrir- para toparse entonces con él instalado en el pescante. Pero, al contrario, ha chocado con el anuncio del canciller, Gerhard Schröeder, de que Berlín no respaldaría la guerra de Bush, ni con ni sin mandato de la ONU, así como también con la laberíntica búsqueda del presidente Chirac de una resolución del Consejo de Seguridad que al menos salve a Francia de toda responsabilidad si hay escabechina en Bagdad.

Los motivos de distanciamiento entre Londres y París y, en menor medida, Berlín son sin embargo más vastos. Francia quiere que la UE actúe militarmente por sí sola en los Balcanes, y Gran Bretaña sólo admite hacerlo con la venia de la OTAN; el borrador de Constitución europea propuesto por la convención que preside el francés Giscard D'Estaing es demasiado federalista para el gusto de Londres; y la rebaja en la aportación británica a las arcas de la UE que obtuvo Margaret Thatcher en 1984 carece de sentido para Chirac, igual que el acuerdo franco-alemán para seguir subsidiando la agricultura -francesa y española en especial- es para Blair la desagradable prueba de que el Eje París-Berlín vuelve a existir.

Ocurre hoy que la incómoda soledad de oponerse a Estados Unidos, en medio de una guerra al terrorismo en la que a quien no pase revista se le llama traidor, aproxima inevitablemente a Francia y Alemania; como también que el maniobreo militar, en lugar de hacer más fuerte a Gran Bretaña en Europa, la debilita ante la megaloidea franco-alemana. Todo ello tiene mucho que ver con el 11-S, que es el que le ha echado una mano a este Eje del Bien, porque, mientras no se demuestre lo contrario, sólo cabe construir Europa sobre un gran acuerdo entre Francia y Alemania.

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