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¿Qué hemos aprendido de Johanesburgo?

La pregunta síntesis de la cumbre de Johanesburgo, celebrada recientemente, es si las medidas acordadas son suficientes para disminuir -todavía resulta utópico utilizar el término invertir- el ritmo de degradación ambiental del planeta, y la respuesta síntesis es no. No aunque hagamos los números correctamente, es decir, aunque contemos por un lado el incremento de deterioro ambiental que se produce en numerosos ámbitos y restemos por el otro los avances realizados. En consecuencia, continuamos retrocediendo en el camino hacia la sostenibilidad del planeta, aunque en las últimas décadas lo hagamos a un ritmo menor.

La razón principal que explica esta situación planetaria es que no estamos internalizando el medio en la economía. Si no contamos el impacto ambiental y social en las actividades económicas, podemos decir que ciertas medidas ambientales tienen un alto coste económico y que, por tanto, hacerlas es ruinoso, motivo por el cual se dejan de hacer. En otras palabras, si contásemos bien, tendríamos que dejar de hacer algunas actividades o bien -encantado de que fuera posible- las haríamos de otro modo.

Podemos hablar de pequeños acuerdos para promover la energía renovable, de crear sinergias y complicidades con las empresas o de llegar a redactar una declaración de buenas intenciones para erradicar la pobreza o poner fin al cambio climático, pero lamentablemente no llegaremos a hablar de Johanesburgo como punto de inflexión en el cambio de los intereses tradicionales que han movido el mundo. De hecho, sólo a última hora se pudieron salvar los principales acuerdos abordados en Río, que en un primer momento parecían ser obviados, 'el principio de precaución' y el de 'responsabilidades comunes pero diferenciadas entre países ricos y pobres'. Estos principios son imprescindibles para llegar a un mínimo consenso y trazar un programa de acción conjunto. Por ello en Johanesburgo, a pesar de que se haya dado un paso adelante en la conciencia de muchos ciudadanos, planeó un cierto desencanto. Así es que, a diferencia de Rio, que ha terminado siendo el referente del medio ambiente y la sostenibilidad, mucho me temo que no podremos citar Johanesburgo como el paradigma de una nueva era hacia la sostenibilidad. Quedan demasiados cabos por atar.

La Organización de las Naciones Unidas había puesto encima de la mesa las preguntas correctas, pero las respuestas han sido insuficientes. Se plantearon la cumbre como el motor de arranque de los acuerdos adoptados en encuentros anteriores. Su voluntad y deseo era llegar a compromisos concretos, presupuestar dinero, marcar objetivos y plazos para hacer realidad los acuerdos de Río. En definitiva, convertir en hechos las palabras. Todo ello no ha sucedido principalmente por dos motivos: el primero es la falta de autoridad de las Naciones Unidas, como poder político mundial, ante países como Estados Unidos, que sencillamente pasan de todo aquello que no les interesa, y el segundo es que lo único que está realmente globalizado, el medio en el que vivimos, tiene una complejidad mucho mayor que el discurso financiero.

Llegados a este punto, la síntesis de Johanesburgo es que se nos ha advertido de que, a pesar de que el proceso de la globalización sea ya irreversible, un mundo diferente es imprescindible. Yo creo que es ahí donde tenemos que poner el acento. De este modo la conciencia de todos nosotros va transformándose poco a poco. De Johanesburgo, aparte de los hitos que se hayan podido conquistar, algunos de ellos relevantes, como la adhesión de China, Canadá y Rusia al protocolo de Kioto, nos quedará la idea de empezar a aproximar algunas posiciones inicialmente distantes entre sí. Hablo por ejemplo de algunos aspectos tan importantes relacionados con la sostenibilidad como la vinculación de esta a la disminución de la riqueza.

El espíritu de Río planeó sobre Johanesburgo en todo momento. La de Río, inicialmente planteada como la cumbre de la sostenibilidad, finalmente se convirtió en la cumbre del cambio climático y las Agendas 21. La de Johanesburgo, planteada como la cumbre del desarrollo sostenible, ha terminado convirtiéndose en la cumbre de cómo gestionar la globalización y no tanto cómo abordar la sostenibilidad. De ahí que el papel de las ciudades quedase prácticamente ausente de la discusión oficial, a pesar de ser una de las claves de la sostenibilidad. Un acuerdo para salvar los océanos mediante el cual se pone fin a la sobreexplotación pesquera, un acuerdo de mínimos que responde a la necesidad de lograr un crecimiento de las energías renovables, la reforma de las subvenciones que perjudican el medio ambiente y el cambio climático o lanzar mensajes para erradicar la pobreza son algunas de las principales aportaciones de Johanesburgo. No se trata de nuevos interrogantes que necesitan nuevas respuestas, son antiguas cuestiones que reclaman una respuesta firme y sin más demora.

En realidad, si algo tenemos que aprender de Johanesburgo es que ya no nos basta una declaración de buenas intenciones. Hay que presupuestar dinero y pasar de la reflexión a la acción. Se ha andado un largo camino desde Río, pero ahora es necesario un salto cualitativo. Las dos únicas preguntas que hay que formular, ambas muy complejas, son: cómo distribuir adecuadamente los recursos y cómo preservamos estos recursos. Las preguntas son complejas, tanto como lo es la globalización o hablar de medio ambiente. Ya no nos basta con un compromiso moral de todos los actores. Lo que nos pide Johanesburgo es cambiar el rumbo económico y mundial para hacerlo más sostenible.

Jordi Portabella es tercer teniente de alcalde y presidente del grupo de ERC en el Ayuntamiento de Barcelona.

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