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Tribuna:EL PLAN DE IBARRETXE
Tribuna
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Una oferta a la baja

Considera el autor que la propuesta soberanista del 'lehendakari' supone una pérdida neta de libertad y de democracia.

La propuesta de Ibarretxe ha suscitado entre los no nacionalistas una generalizada actitud de rechazo tanto por su rupturismo revolucionario (políticamente incomprensible en un Gobierno que no es ni mayoritario ni consociativo), como por su planteamiento descontextualizado de la realidad de violencia selectiva en que vivimos. Razones más que justificadas, pero que deberían completarse, sobre todo si quieren ser efectivas para la movilización de la opinión pública, con un estudio serio del fondo de la propuesta. No nos va a ser suficiente a los no nacionalistas con impugnar la oportunidad del proyecto, sino que la dinámica política nos va exigir en el futuro inmediato discutirlo en sus propios términos. Y para una discusión inteligente y movilizadora creo que conviene resaltar del proyecto más lo que le falta (democracia) que lo que le sobra (nacionalismo). Intentémoslo.

La calidad democrática de lo que se nos ofrece es peor, mucho peor, que la del régimen constitucional existente
No se puede reconocer que Euskadi es plurinacional y, a renglón seguido, organizarla políticamente como si fuera uninacional

Llama la atención del discurso de Ibarretxe su profunda incoherencia lógica. Hay en efecto una radical e insubsanable contradicción entre, por un lado, la definición de la nacionalidad como una opción personal individual y el expreso reconocimiento de la pluralidad de opciones nacionales que existen aquí y ahora en Euskalherria (argumento) y, por otro, el régimen rígidamente uninacional y homogéneo que se nos propone (conclusión). El origen de la contradicción se encuentra probablemente en la ambivalencia del concepto de nacionalidad que maneja el lehendakari a lo largo de su discurso, concepto que parece poseer, por así decirlo, una geometría variable en función de las consecuencias que quiere obtener en cada caso.

En un extremo, la nacionalidad consiste en una 'autoidentificación individual y voluntaria con un sentimiento de identidad determinado [de forma que] los sentimientos de identidad nacional no se pueden imponer ni se pueden prohibir por decreto, ley o constitución alguna. Hay que aceptar con toda naturalidad el que cada persona pueda tener el sentimiento de pertenencia y de identidad que desee'. Mi total acuerdo a esta thin notion de nacionalidad que ha defendido desde antiguo el pluralismo, como puede comprobarse en la reciente obra de Miquel Caminal sobre el federalismo pluralista. La nacionalidad es una opción personal, a diferencia de la ciudadanía; ésta última conecta necesariamente con la territorialidad y es por ello obligatoria.

Ahora bien, en el discurso hay también otra noción de nacionalidad, una colectiva y homogénea cuyo sujeto poseedor es el Pueblo Vasco (así, con mayúscula), un ente supraindividual dotado de una identidad propia y ocupante de un territorio. La nacionalidad, en esta segunda acepción, no deriva de la elección personal, sino de la pertenencia. Y la pertenencia se impone al individuo por el mero hecho de nacer en una comunidad territorialmente delimitada.

La ambivalencia del concepto permite un amplio juego al discurso político. Su condición de opción personal sirve para impugnar la pertenencia forzosa a España. Y su naturaleza supraindividual para imponer unas señas de identidad comunes a todos los ciudadanos vascos. Viene a la mente la sagaz observación de Otto Bauer al advertir que quienes reclaman la autodeterminación hablan siempre de la identidad nacional, pero piensan realmente en la posesión nacional. En quién va a poseer esa nación que se reclama. Pues bien, es a la nacionalidad colectiva a la que se atribuye en exclusiva en el proyecto del lehendakari la función de constituirse tanto en sujeto político activo (el Pueblo Vasco y su soberanía originaria) como en objeto político primordial (pues el nuevo poder que se reclama se endereza ante todo a la conservación de sus señas de identidad). Y es bastante claro que tras la pantalla metafísica de ese sujeto colectivo llamado Pueblo Vasco se esconde realmente una parte de la sociedad, la nacionalista vasca. Es esa parte, y sólo ella, la que toma posesión de la nueva nación reclamada por Ibarretxe.

El lehendakari no puede dejar de reconocer el hecho obvio de que existe en la sociedad vasca un amplio sector social que se siente perteneciente a otra realidad nacional distinta de la exclusivamente vasca. En efecto, el texto de su discurso así lo establece: 'En muchos casos el sentimiento de identidad vasco es compatible con el sentimiento de pertenencia a otras realidades nacionales'. Aunque el lehendakari se guarda muy mucho de decirlo con las palabras adecuadas, lo que está reconociendo es que Euskalherria es una sociedad plurinacional, exactamente lo mismo que le sucede a España.

De ambas premisas argumentales (la nacionalidad como opción personal y la plurinacionalidad del País Vasco) se seguirían lógicamente unas consecuencias obligadas: en primer lugar, que la nacionalidad en ese futuro ente mal llamado 'nación asociada' debería ser voluntaria. En segundo, que la institucionalización de esa nación debería tener en cuenta la presencia en su seno de una muy importante minoría nacional, dado lo extendido del sentimiento de identificación nacional con España.

Pues bien, resulta cuando menos asombroso el constatar cómo la propuesta del lehendakari olvida sus previas premisas argumentales en la parte constructiva de su discurso, obviando total y absolutamente sus consecuencias evidentes. Da la impresión de que tales premisas se utilizan sólo a modo de ariete dialéctico contra la actual organización del Estado, pero dejan de ser válidas a la hora de construir el nuevo ente. 'Usted no nos puede obligar a ser españoles, pues la nacionalidad es una decisión personal', dice categórico Ibarretxe mirando a Madrid. De acuerdo, piensa el oyente, pero entonces tampoco usted me puede obligar a ser vasco. Y, sin embargo, en todo su proyecto no se prevé cauce alguno para que se reconozca la nacionalidad de libre opción en el nuevo estatus que propone. Por el contrario, se reclama al Estado español que 'se reconozca, con toda naturalidad, la nacionalidad vasca a efectos jurídicos, políticos y administrativos para toda Euskadi'. Adiós a la libre opción.

Si se quiere ser congruente con la concepción defendida, habrá que establecer claramente que en el futuro que se nos propone cada ciudadano podrá optar libremente por la nacionalidad que desee, sea la vasca pura o la vasco-española (por señalar sólo las más probables). Y, lo que es más importante, habrán de deducirse las consecuencias institucionales de esta opción por una parte probablemente importante de la población. En efecto, la plurinacionalidad conlleva una serie de exigencias mínimas para cualquier democracia moderna: la de articular cauces para el autogobierno y la protección de la identidad de las minorías nacionales. No se puede, si somos serios, reconocer que Euskadi es plurinacional y, a renglón seguido, organizarla políticamente como si fuera uninacional y homogéneo. Habrá que prever, como mínimo, instrumentos de protección y autogobierno de la minoría nacional española por lo menos similares a aquellos de llos que goza la actual minoría nacional vasca en España. Aunque sólo sea un 10% de la población, como despreciativamente calculaba un autor comprensivo con el proyecto. Menos de un 10% de los españoles somos los vascos ahora, y disponemos sin embargo de un régimen de autogobierno.

Esta protección se hace imprescindible puesto que todos los poderes relevantes, todas las competencias imaginables, se transfieren del Estado a la nueva nación asociada. Basta leer el catálogo de competencias exclusivas y excluyentes que se atribuye la parte vasca en el proyecto para afirmar que sólo quedan fuera la moneda (en Francfort) y la defensa exterior (en Madrid). Así las cosas, no queda resquicio para una protección de la minoría nacional española desde el Estado, carente como queda de cualquier título para ejercerla. La cosoberanía de que se nos habla no pasa de ser un wishful thinking, una mentira piadosa.

Las exigencias de la plurinacionalidad son singularmente fuertes cuando el nuevo país es no tanto multinacional como binacional en sentido estricto. Cuando sólo hay dos nacionalidades, la posibilidad de abuso es muy superior que en los casos de multinacionalidad. Todo esto significa, en concreto, que el nacionalismo vasco debería articular con claridad en su propuesta de un nuevo marco los siguientes puntos: a) el reconocimiento de la nacionalidad de libre opción para todos los ciudadanos vascos. b) un Estatuto de autogobierno para los ciudadanos que optasen por una nacionalidad diversa de la vasca exclusiva, incluyendo medidas de protección de su identidad cultural y lingüística, particularmente en la organización de la enseñanza y de lo que el proyecto denomina ominosamente como 'sistema de formación y transmisión del conocimiento'. c) una articulación de la representación política que tome en consideración esa realidad plurinacional, lo que exige ineludiblemente que junto a la Cámara de representación ciudadana (el actual Parlamento) se instaure otra Cámara de representación de las nacionalidades, estableciendo adecuadamente la distribución de competencias y poderes entre ambas. Parafraseando uno de los tics verbales preferidos de Ibarretxe, se trata sólo de aceptar con naturalidad la fractura nacional de nuestra sociedad, en lugar de tratarla como un tabú innombrable.

Todo ello sin entrar en la cuestión de la autodeterminación, que obviamente debería admitirse para cualquier ente territorial que mayoritariamente lo desee, y en primer lugar para cualquiera de los Territorios Históricos que, en nuestra tradición plurisecular, son los verdaderos titulares de los derechos históricos.

Lo que resulta impresentable en un proyecto que, además de revolucionario, se pretende democrático es mantener la actual institucionalización cuando el poder ha cambiado de sede. Las instituciones del Estatuto estaban diseñadas para ajustarse a una determinada distribución del poder entre Madrid y Vitoria. Si todo él se queda aquí, son precisas nuevas instituciones.

La falta de mención y previsión de todas estas cuestiones es la que me autoriza a concluir que se pretende organizar Euskadi como si fuera uninacional. Esto no es nuevo: la historia europea nos enseña que, cuando en 1918 se aplicó extensamente en Europa el principio wilsoniano de autodeterminación, las nuevas naciones resultantes implementaron con entusiasmo unas políticas culturales férreamente homogeneizadoras, negándose a reconocer los derechos de sus propias minorías nacionales e intentando ahormarlas culturalmente por la fuerza de la mayoría. Tan fue así que el principal cometido de la Sociedad de Naciones en los años siguientes fue intentar defender los derechos de esas minorías (con poco éxito, todo hay que decirlo). Que un siglo más tarde se nos proponga un proyecto de articulación institucional que desconoce los derechos de la futura minoría nacional, e incluso su misma existencia como sujeto político diferente, resulta estremecedor. Todos los temores están justificados ante tal omisión. Pues nuestro miedo, el de los no nacionalistas, no lo es tanto a la independencia de Euskadi en sí misma, como a vivir en una Euskadi homogénea gobernada desde la hegemonía nacionalista. Eso es lo que nos produce verdadero pánico.

Así las cosas, lo que por el momento puede afirmarse es que la calidad democrática de lo que se nos ofrece es peor, mucho peor, que la del régimen constitucional existente. Que se nos está ofertando una pérdida neta de libertad y de democracia. La respuesta negativa a una tal oferta debiera ser natural para cualquier ciudadano consciente, con independencia de que sea o no nacionalista. La pérdida de democracia nos afecta a todos.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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