_
_
_
_
Reportaje:HISTORIA

Gibraltar: heridas abiertas

Corría, a poca velocidad, el año 1967. Se hallaba reunido el Consejo de Ministros presidido por el general Franco cuando el ministro de Exteriores y ex combatiente con la División Azul, Fernando María Castiella, esgrimió su argumento supremo: 'Excelencia, propongo que elevemos globos cautivos para cerrar el espacio aéreo de Gibraltar'. Castiella, al que llamaban ministro del Exterior por su idea fija en el Peñón, miró a su Caudillo para comprobar el efecto que causaban sus palabras. Nada, no movió un músculo facial. 'Sólo nos hemos cerrado un camino, el de la violencia', había dicho también el ministro bilbaíno. Poco antes, Franco declaró al diario Pueblo: 'El caso de Gibraltar no merece una guerra... pero arruina una amistad'. Ya caería 'como fruta madura'.

El referéndum del 10 de septiembre de 1967, convocado por la ministra para la Mancomunidad Británica, Judith Hart, reflejó el efecto de la hostilidad hacia España
La noticia de los globos cautivos reverberó en el Peñón: fue un paso más hacia el conflicto hispano-llanito. El 24 de octubre de 1967 se cerró la verja
En el Peñón se miraba a los españoles con los prismáticos al revés 'por su manera apasionada de gesticular', escribió Paul Theroux
Fue en la II Guerra Mundial cuando Gibraltar empezó a presionar a Londres y creó su primer partido, la Asociación para el Progreso de los Derechos Cívicos
De haber tenido los llanitos enfrente a ciudades como Bilbao, Valencia o Barcelona, los gibraltareños hubieran sucumbido tal vez a la prosperidad de los vecinos
Más información
El referéndum topa con el bloqueo de las negociaciones

Ante la falta de respuesta de Franco, Castiella prosiguió su discurso: 'Debemos elevar una cadena de globos cautivos que rodee el Peñón. Gran Bretaña no sólo invade el istmo en 850 metros que son nuestros, sino que se enseñorea de la bahía de Algeciras hasta el punto de que las autoridades británicas exigen impuestos de fondeo a los barcos extranjeros que anclan en nuestras propias aguas, esas a las que el poeta Góngora llamó 'el sagrado mar de España'.

Otra vez nada. Franco, inmune a la retórica con la misma cara de póquer de costumbre.

Los que sí reaccionaron con viveza fueron los ministros militares.

-Por Dios, Castiella, ¿sabe lo que eso significaría? Pondría en gravísimo peligro el tráfico aéreo, habría accidentes...

El ministro del Exterior se picó de inmediato:

-¡Ustedes no son patriotas ni están cumpliendo con la ley orgánica que les ordena la defensa de la integridad del territorio nacional!

Al pronunciar tan desafiantes palabras, Franco, 'centinela avanzado de Occidente, vanguardia de África y retaguardia de Europa', despertó de su falso letargo y lo paró en seco:

-Oiga usted, Castiella, eso sí que no. En patriotismo, nadie nos gana a los militares. A todos nos duele la espina que llevamos clavada en el corazón, pero el único que no tiene derecho a apasionarse por este asunto es el ministro de Exteriores.

La noticia de los globos cautivos reverberó en el Peñón: fue un paso más hacia el desencuentro hispano-llanito. El 24 de octubre de aquel año se cerró la verja para vehículos y mercancías. A partir de ese día sólo pudieron cruzarla los peatones. Habían transcurrido 272 años desde lo que la prensa franquista, y no sólo ella, llamaba 'la usurpación', la toma de la Roca por la escuadra angloholandesa del hipocondriaco almirante Rooke. 'Bloqueo salvaje', titulaban en Londres; 'Gibraltar, el cerrojo', en Madrid, un cerrojo que se correría del todo en 1969.

Aquel 24 de octubre, Gib, la más pequeña de las colonias británicas, se convirtió poco menos que en una isla. La noche era fría y cayó un intenso aguacero. Hacia las nueve, ante las cámaras de la televisión gibraltareña, el gobernador, sir Gerald Lathbury, pronunció un discurso destinado a levantar los decaídos ánimos e incitar a los gibraltareños a que tomasen medidas para reconvertir una economía abierta en otra insular. Más o menos una economía de guerra.

Buenas verjas hacen buenos vecinos, debió pensar Franco. Dos horas y media después se cerró la parte española de la doble cancela en la carretera de La Línea de la Concepción a Gibraltar.

La noche de las banderas

Aquella noche, la Roca, la adormidera del franquismo, parecía Belfast en zona orangista, dado el ardor patriótico y la profusión de banderas. Los llanitos se parecen por las banderas de la Union Jack y la verde, azul y blanca de la casa. El Peñón, como Ortega dijo de Castilla, era una bandera, una espada y una fonética.

Fue la noche de las banderas. Pronto, con el cerrojazo total, ocurrirían escenas chuscas, que si no eran ciertas, al menos estaban bien inventadas, como la del pintor español que daba una mano a la verja del lado de su frontera. Se le cayó la brocha, que fue a parar a la Roca. Le dijeron los bobbies que para recogerla tendría que ir a Tánger, Marruecos. España había dejado de existir para los gribraltareños, y Gibraltar, el 'león dormido' del vendedor de biblias Jorgito Borrow, para los españoles. Hubo gritos, algún canto patriótico o sarcástico, y luego el silencio. Se apagaron los focos y los flashes. El chubasco devolvió a llanitos y no llanitos a sus hogares.

El referéndum del 10 de septiembre de 1967, convocado por la ministra para la Mancomunidad Británica, Judith Hart, reflejó el efecto de la hostilidad hacia España. El diario Gibraltar Chronicle, el primero que dio la noticia de la victoria de Nelson en Trafalgar, tituló: 'El 95,8% del voto: seguimos siendo británicos. 12.138 votaron por mantener los lazos con la Gran Bretaña... y 44 han preferido los planes de Castiella para Gibraltar'. Se contaron 55 votos nulos.

Liliput se cerraba sobre sí mismo. Una nueva página de la historia que se abrió en 711 con la invasión de Tarik. En 1309, la Roca volvió a manos españolas; en 1333, de nuevo pasó a los moros para volver a España en 1462. Hasta 1704, el año de la infamia.

Cuando pisé la Roca por primera vez, en 1965, bajo un cartel que decía 'Nada de concesiones a España', el camarero llanito me recordaba que allí no había limpiabotas como en la Línea, abandonada por Madrid a su suerte; que sus conciudadanos trabajaban para vivir y lo conseguían; que al otro lado de la verja trabajaban aún más para malvivir; que de este lado podían expresar sus opiniones; que si alguien llamaba a la puerta a las cinco de la mañana, no era la secreta, sino el lechero; que en la Roca se podía criticar al Gobierno; que la libertad era un preciado tesoro para los gribraltareños. Libertad y nivel de vida.

Ante el Comité de los Veinticuatro en las Naciones Unidas, que dio la razón a España en sus reclamaciones, el embajador de España, Piniés, que durante años tuvo que bregar con el dossier gibraltareño, citó las cifras de la renta anual per cápita: 45.000 pesetas en Gibraltar, menos de 20.000 en España.

Los españoles del sur, desde la autarquía, la marginación y el crujido del hambre, observaban con envidia el despegue de Europa, incluidos los derrotados alemanes e italianos desde sus ruinas humeantes. Todo gracias al Plan Marshall, el mismo general Marshall que inspiró a Berlanga y que acompañó a Eisenhower en las galerías de Gibraltar durante el desembarco aliado en el norte de África, la operación Antorcha. En un cónclave del Gabinete de Franco, al menos eso decía el chascarrillo, un ministro se lamentaba de esta guisa:

-La única solución para salvar del hambre a España es que declaremos la guerra a Estados Unidos.

La propuesta era diáfana:

-Entramos en guerra con los norteamericanos, la perdemos, nos incluyen en los planes de ayuda de Marshall y a vivir como reyes.

Franco tuvo, como siempre, la última palabra:

-¿Y si ganamos?

La pobreza del vecino

La Línea de la Concepción es, todavía hoy, uno de los municipios más pobres de España. Al llegar a este punto, el historiador George Hills señalaba que de haber tenido los llanitos enfrente a ciudades como Santander, Bilbao, Valencia, San Sebastián o Barcelona, o sea, zonas más desarrolladas, los gibraltareños hubieran sucumbido tal vez a los encantos y prosperidades del vecino.

¿Por qué los gibraltareños, a los que llamaron escorpiones de la Roca, no quieren ser españoles? 'El problema de Gibraltar', me dijo un llanito (derivación de la palabra italiana gianni) por esa época de las primeras restricciones, 'es que somos unos españoles que no queremos serlo'.

El cierre de la verja en 1969 tiene mucho que ver con esa desmembración que se reflejará sin duda, otra vez, en el referéndum del próximo día 7. El caso es que los llanitos no han querido ser españoles ni con la monarquía, la República , la dictadura de Franco o la democracia.

El resentimiento contra el cierre hizo que algunas de las familias bien impidieran a sus hijos hablar en castellano, el idioma de los pobres y los subdesarrollados.

La pauta dada a la prensa y a la radio por el propio Franco, leña a Gibrartá para olvidar problemas y carencias en el frente interno, hizo mucho daño a la idea que los llanitos se hicieron de España. Los españoles, parientes muchos de ellos, podían pasar, pero el régimen, el que fuera, era otra cosa.

Don Juan Carlos, en su primer discurso como rey en las Cortes en noviembre de 1975, no olvidó el Peñón: 'No sería fiel a la tradición de mi sangre si ahora no recordase que durante generaciones los españoles hemos luchado por restaurar la integridad territorial de nuestro solar patrio'. El mismo lenguaje utilizaron Adolfo Suárez o Felipe González, este último desde el balcón del Palace tras su victoria hace 20 años. 'Las declaraciones de Juan Carlos y Adolfo Suárez', sostiene Peter Gold, profesor en la Universidad de Bristol y autor de A stone in the Spanish shoe, 'podía haberlas hecho Franco o cualquiera de sus ministros'.

En 1954, cuando Isabel II visitó el Peñón, lo hizo en parte porque era lugar seguro mientras ardían otras colonias hacia Oriente. La prensa del régimen, con su calentura, puso fuera de sí a los llanitos. El enfado de Madrid fue mayúsculo: impuso restricciones en los movimientos de británicos y españoles, salvo que éstos, unos 13.000, trabajaran en la Roca; retiró a su cónsul de la plaza y emprendió una línea intransigente.

Las manifestaciones antibritánicas '¡Gibraltar español!' sacudieron las calles españolas, sobre todo en Madrid, donde marcharon hacia la Embajada del Reino Unido para comprobar, no sin asombro, que los mismos que los invitaban a manifestarse les cerraban el paso a porrazos.

'Durante los quince años siguientes', escribe George Hills en El Peñón de la discordia, 'prosiguió una forma de hablar con desprecio de los gibraltareños, muy contraproducente. España perdió la mejor ocasión de ganarse a una comunidad mucho menos diferente de sus vecinos que lo eran éstos de los españoles de Aragón o de Castilla'.

Quien sí aprovechó esa oportunidad fue el Reino Unido. Subió el nivel de vida de los llanitos, unos 28.000 apiñados en casi seis kilómetros cuadrados; subieron los sueldos, bajos hasta entonces; mejoraron, dentro de lo que cabe, la vivienda, los servicios de seguridad social, la escolarización. Sobre todo durante la II Guerra Mundial, los ciudadanos de la Roca, malteses, genoveses, portugueses, corsos, menorquines, marselleses, chipriotas, griegos, indios, marroquíes, judíos de la Berbería, yugoslavos, sometidos a una evacuación forzosa y un tanto humillante para ellos, se reconocieron a sí mismos en una patria común. Lucharon por sus derechos y los consiguieron. Echaban en cara a los británicos que hubiesen concedido el voto 'a gente en sus colonias que todavía viste taparrabos, ¿por qué no nos lo concedéis a nosotros?'.

La diáspora de la guerra

Fue durante la diáspora de la guerra cuando los gibraltareños aprendieron a presionar a las autoridades de Londres y crearon su primer partido, la Asociación para el Progreso de los Derechos Civiles, que durante tantos años timoneó sir Joshua Hassan. 'Fue también entonces, en la diáspora', explica Timothy Foote, 'cuando se convirtieron en lo que son, ni españoles ni británicos, sino un grupo unido con vocación de independencia'.

Los gibraltareños regresaron del exilio hipersensibles a la crítica. Al volver leían en la prensa y escuchaban en las radios españolas opiniones acerca de ellos que, no sólo por estar hipersensibilizados, 'sino por el mero hecho de su idiosincrasia española, les dolían en lo más profundo'.

Los llanitos, por diferentes que parezcan, señaló John Stewart en La piedra angular, son todos una sola y la misma cosa en cuanto a su 'ansiedad social', su profundo deseo de respeto, su orgullo a flor de piel y 'su ira al primer signo de desprecio'. Por eso reaccionan como reaccionan cuando un visitante español les recuerda que la Roca es española.

'Como gran plaza fuerte británica', escribió Paul Theroux, 'era inevitable que fuera reaccionaria, atrasada, ignorante y aficionada a la bebida, porque conservaba la larga tradición de la marina británica, el ron, la sodomía y el látigo. Por ser tan inglés, daba la impresión de ser seguro, ordenado, petulante, con sentido comunitario'.

En el Peñón se miraba a los españoles con los prismáticos al revés 'por su manera apasionada de gesticular', añade Theroux, 'por sus cuarenta años de franquismo, el tañido de sus guitarras, su carácter provinciano, su irracionalidad, su afición a comer alubias y torturar toros. Allí los prejuicios eran bastante similares a los que encontré en los lugares de veraneo de la costa inglesa, una divertida mezcla de bravuconería y obstinación'.

Amantes del género chico

Tal vez no sepa Theraux que muchos llanitos apoyaron a Franco durante la guerra civil, que llevan la sangre del toro en las venas, como el difunto ministro principal sir Joshua Hassan, admirador de Bienvenida o de Carlos Corbacho, el torero de La Línea, crítico taurino en La República, que son aficionados al género chico, al flamenco y a la guitarra que Andrés Segovia tocó en el Rock Hotel; que no desdeñan las alubias , la paella, los callos, el turrón, los polvorones de Estepa, el pescaíto frito o la manzanilla y el fino.

Algo que he escuchado en numerosas ocasiones de boca de los gibraltareños dice así: 'Si me diera un síncope y quedara tumbado en la acera, el español me socorrería, el inglés pasaría de largo'. El Día Nacional del Peñón no se amenizaba con Adiós, rosa de Inglaterra, sino con Ese toro enamorado de la luna.

La clausura de la verja en junio de 1969, la caída del telón Castiella, hizo el resto. Franco, irritado por el resultado del referéndum y la Constitución gibraltareña, temeroso ante una posible intervención británica que echara por tierra su régimen, dio el carpetazo. Tan sólo, cancelado el transbordador a Algeciras, quedaron los vuelos de la BEA como enlace con Londres y, curiosamente, también con Madrid durante al menos tres años después de cerrada la frontera.

Los palomos, con los hermanos Triay al frente, partidarios de la negociación con España, se quedaron solos. Solos y baqueteados, agredidos por la hostilidad del ambiente. Los palomos creían que la Roca podría incorporarse un día al Estado de las autonomías de la democracia española. Los halcones llanitos quemaron algunas de las posesiones de los Triay, que fueron evacuados bajo la protección de las tropas en dirección a Tánger. Y eso que faltaba un tiempo para la clausura de la verja. Todavía hoy pueden verse pintadas contra José Canepa en Punta Europa, tachado de españolista.

'Lo que han conseguido con el cierre de la verja es que nos sintamos más gibraltareños'. Esto es, más o menos, lo que se escucha de labios llanitos, obsesionados por los 13 años de aislamiento hasta que la verja se abrió en 1982 para los peatones y en 1985 para los vehículos. La primera brecha en el Peñón la abrió el Acuerdo de Lisboa en 1980 entre Madrid y Londres; luego, el proceso de Bruselas. Sin embargo, los sentimientos de los gibraltareños apenas si han cambiado, al contrario. Rosmary Borge, de 51 años, vivió su juventud con la frontera cerrada y asegura que las heridas no cicatrizan. 'Antes teníamos más trato con Spain. Con el cierre de la frontera, nos unimos mucho más entre nosotros, y ahora, aunque la verja ya está abierta, las relaciones no son ya como antes'.

Manuel Leguineche es autor de Gibraltar. La roca en el zapato de España.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_