A dos pasos de la perfección

Pocas proezas musicales le quedan por realizar a Dave Holland, a no ser que se decida a interpretar, transcritas para contrabajo, las temibles suites para violonchelo solo de J. S. Bach colgado de algún puente sobre el Támesis. El prestigioso Festival de Monterey le rindió homenaje en 2000 por el conjunto de su obra y le concedió carta blanca para montar diferentes configuraciones instrumentales. La de big band fue quizá la más celebrada, y en su presentación madrileña se pudieron comprobar los motivos.

Neófito en la dirección de grandes formaciones, Holland ha preferido dejar las audacias para más adelante y, con prudencia británica, empezar por las lecciones de los maestros modernos del arreglo orquestal. Así, los de su big band recordaron la nacarada escritura, prodigio de análisis y refinamiento, de Bob Brookmeyer, Thad Jones o Gary McFarland. Esa pizca de conservadurismo fue el primer paso que le separó de la perfección absoluta.

El segundo lo dio el contrabajista al regatear protagonismo a sus mejores solistas: el trombonista Josh Roseman y sus erupciones expresionistas; Steve Nelson, ágil vibrafonista con cierta tendencia al atracón virtuosístico de notas; el batería Billy Kilson, un dios oriental de seis brazos; Gary Smulyan (saxo barítono), cuyo sonido, descarado y cortante, hizo justicia al apodo de su entrañable inspirador (Pepper Adams, El Cuchillo); y, por encima de todos, el saxofonista Chris Potter, pletórico gracias a su agudo sexto sentido de la improvisación. También se echó en falta al anunciado Mark Turner.

Desde el principio quedó claro que la banda llegaba a Madrid en un momento óptimo. La precisión colectiva después de una larga gira estaba garantizada y no se detectó el más nimio desajuste, ni en las piezas ya incluidas en el primer disco de la orquesta, What goes around (ECM), ni en los temas de composición reciente. Entre estos últimos destacó Mental images, un imaginativo arreglo del trombonista Robin Eubanks que se desmarcó de la estrategia general para aproximarse a la filosofía del movimiento de avanzada M-Base. Entre los ya grabados mereció especial atención Shadow Dance, iniciado con una intervención apabullante de Holland y encarrilado después en la pista africanista por la que tan a menudo rodó Oliver Nelson en los años sesenta y setenta.

En resumen, el concierto fue espléndido aún con las salvedades apuntadas, y el público hubiera salido aún más contento si los asientos, tamaño alevín, del auditorio del Colegio de Médicos, por lo demás de excelente acústica, no le hubieran mortificado espaldas y traseros. Para la próxima cita en esta sala quizá haya que pedir asistencia a los galenos, preferentemente a los traumatólogos, cuyos severos retratos decoran la sala.