El sexo de los ángeles
Hay un programa de radio que orientan sacerdotes, monjas, teologuillos, beatas: se llama La tribuna de la Iglesia. Les oí una expresión que me maravilló al ver que siguen dominando la palabra y colocándola en un pueblo al que primero se deja desprovisto de toda ilustración. Hablaban del 'niño embrión'. Yo estaba antes alborotado por el nombre de 'célula madre' que están usando para nombrar a lo que en ciencia llaman 'células tronco' o polifuncionales, o algunos nombres parecidos. Pero el invento de la 'célula madre' es puramente teológico para dar forma verbal a lo que no existe: no son madres, ni nada que se le parezca. Su valor humano está en que pueden producir otro tipo de células de las que un organismo está carente, o dañado, y se supone que curarle. Pero si para curarle hay que matar a una madre... La destreza del vocabulario es casi siempre posterior a una voluntad: cuando algo se quiere sin razón es cuando se inventan las palabras para hacerlo razonable. Es verdad que la palabra, bien usada, puede parecer un hecho cuando sólo es un pensamiento (cuidado: digo 'es verdad' y no estoy muy seguro). Y de esta forma pueden llegar al 'niño embrión', de forma que utilizarlo para investigaciones o para prácticas médicas suponga un asesinato, como lo hacen ya con el embrión fecundado y abortado.
Toda esta historia e histeria se quedó pendiente cuando los teólogos de Constantinopla estaban discutiendo sobre el sexo de los ángeles. Podría tener algún interés saber si son practicables, sobre todo ahora que el viejo Papa discurre sobre que cada uno de nosotros tiene al lado un ángel bueno y un ángel malo: podría ser un ménage à trois muy interesante. No terminaron en aquella 'tribuna de la Iglesia' sus discusiones cuando llegaron los musulmanes y los molieron a palos, y convirtieron su Santa Sofía en una esplendorosa mezquita. Y allí comenzaron los ulemas, los imanes, los taleb, a estudiar cosas parecidas. Por eso el ayatolá que visita ahora España obliga al protocolo a que las mujeres no le den la mano. Ni siquiera las poquísimo atractivas que más se le acercan por sus cargos: las mira de reojo. Qué desastre, el de las religiones. Qué angustia, la falta de instrucción, de enseñanza libre.
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