Diciendo lo indecible
En cuanto pisábamos la improvisada pista de aquellos guateques veraniegos, la música se columpiaba entre los frunces de la minifalda de mi amiga Raquel. Cuando las demás nos preocupábamos de mantener a la vista el vaso de cap por temor a que el salido de turno dejara caer una pastilla excitante en la bebida, Raquel, la cascabel, se enamoró de un tío irremediablemente excitado por su alegría vital. Muy pronto el enamorado, convertido en marido, asumió el papel de celoso guardián de las caderas de Raquel, que no volvieron a verse por ningún txitxarrillo. Mi amiga se plegó a sus deseos, negándose a sí misma lo más esencial de su carácter. Lo más terrible, a mi entender, es que Raquel aceptaba la situación; primero, porque seguía absurdamente enamorada. Y más tarde, por miedo a que, si reclamaba la separación, él le fuera a quitar a sus hijos. Sólo al ser abuela ha reunido fuerzas para recuperar la libertad.
Para que exista convivencia, cada parte debe aceptar ser seducido por la otra
Lo fascinante del lenguaje es cuando logra ir haciendo desaparecer a alguien
Entre un seductor y un violador a veces solo media un tiempo suficiente de frustraciones. El ex marido de mi amiga empezó seduciéndola, y cuando recibió sucesivos suspensos como amante interesado optó, con aparente éxito, al título de experto violador. Durante largos años, mientras doblegaba la voluntad de Raquel, el ex amante seguía fantaseando con el recuerdo de la antigua atracción personal: no me mires con odio porque yo sé que, en el fondo, te sigo gustando. Lo que realmente sabe es que ya nunca obtendrá el afecto de la víctima. Pero mientras aplica la amenaza para doblegar su voluntad, añora aquella situación de afecto desbordado en la que Raquel, voluntariamente, renunció a su libertad. El violador es, en este caso, un seductor frustrado que busca conseguir por las malas una renuncia de la víctima que un día se empeñó en lograr por las buenas. Se olvida de que el seductor solamente estabiliza su éxito cuando acepta ser él mismo seducido. Pero esto ya es amor correspondido: la base de cualquier forma de convivencia sana.
También para que exista convivencia política cada parte debe aceptar ser seducido por la otra. Los padres de la Constitución, y con ellos todos los españoles, aceptaron la ikurriña como bandera española; y, al hacerlo, estaban aceptando que todos eran de algún modo vascos. La correspondencia por la otra parte nunca se produjo. Los nacionalistas no aceptaron que la bandera de España les representase a ellos. Con eso reafirmaban que ellos no tenían nada de españoles. Nunca serían seducidos. Querían que los otros renunciaran, poniendo límites voluntarios al ejercicio de la voluntad, sin hacer ellos lo mismo.
No estoy hablando del Estado, esa relación a la que tanto les gusta referirse, sino de personas. En concreto, de otros ciudadanos vascos. Y de mí misma. Yo me dejé seducir por la ciudadanía española, como años antes me había seducido la revolución francesa, cuando supe que era la forma de ser ciudadana en libertad. Y no estoy dispuesta a renunciar mediante la amenaza del mal menor a mi ciudadanía libremente aceptada.
Ahora Ibarretxe me mira a los ojos y me dice: 'Cariño, por nuestra convivencia, renuncia libremente a ser vasca de primera y olvídate también de ser española y de ser francesa. Si no quieres, el resultado será el mismo, porque el futuro ya está escrito y nadie podrá frenar el avance de este pueblo'.
Hace un mes escribí sobre el lenguaje nazi. Lo que me parece más fascinante de la magia del lenguaje es cuando logra ir haciendo desaparecer a alguien, como a Max Bilbao, el inquilino de la viñeta de arriba. Pero, más difícil todavía, con el lenguaje consiguen hacer desaparecer la operación misma de hacerte desaparecer. Lo convierten en impronunciable, en indecible. En la época de los nazis no existían palabras, no había forma de decir que estaban eliminando en masa a ciudadanos. Si alguien lo hubiese intentado, la gente se habría reído: 'Pero, hombre de Dios, qué cosas se le ocurren'.
Hasta que un juez emite un auto y deja grabado el temible concepto 'limpieza étnica de baja intensidad'. Y todos empiezan entonces a cascarse de risa. A quién se le ocurre decir que empadronarse en Bilbao en vez de en Barakaldo sea limpieza étnica. Pero cuando se acaba la risa, el concepto sigue ahí a la vista de todos: Limpieza étnica de baja intensidad es eliminar del censo a aquellos cuya identidad es 'electoralmente' anormal. Que es mi caso, por ser vasca y española y francesa.
¡Qué dilema! Si contesto que sí, dejo, voluntariamente, de ser lo que quiero ser, es decir, vasca y española y francesa. Y si digo no, me eliminan del censo (como poco) por empeñarme en seguir siendo una vasca fuera de horma. Como a Raquel, me dicen que me quieren siempre que deje de ser como soy. Que me olvide de Los Brincos para siempre, porque ya va siendo hora de recogerme la melena en un discreto moño de etxekoandre. Pero no pienso renunciar al twist.
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