Sí al sí
Remedando el título de un montaje teatral reciente, hay que decir, a propósito de la aprobación del Tratado de Niza por los irlandeses, que sí, que sí al sí. Pero que quede claro que no se trata de un soniquete fácil ni gratuito. Para nosotros, el sí del domingo pasado nos cuesta un dineral, mucho más de lo que la gente se piensa. Incluso insinúa barruntos de verdadera crisis social y si no, al tiempo. Todos sabemos que, a partir de ahora las ayudas agrícolas se desplazarán al Este y que Francia y España van a salir perdiendo, más pronto o más tarde. También sabemos que, al entrar tantos países europeos orientales entre sólo dos islas simbólicas del Mediterráneo, el centro de gravedad de la UE se desplazará hacia el Norte.
Todo esto era previsible, pero inevitable. Si algún sentido tiene la Unión Europea, es que debe ajustarse a su rótulo definitorio. No se trata de una alianza militar o económica, aunque también. Es un proyecto histórico que nace con el Imperio Romano, se continúa con el Sacro Romano Imperio carolingio, luego germánico, sobrevuela el Imperio austro-español de los Habsburgo y aterriza, por fin sin lo de imperio, en un proyecto de vida en común para todos los europeos. Es como una familia a la que le nacen nuevos hijos. Todos sabemos que a partir de ese momento habrá que apretarse el cinturón, que tendremos que compartir nuestra habitación con otros y que, seguramente, se acabó eso de repetir de segundo plato y de postre. Qué le vamos a hacer. A pesar de todo, merece la pena.
La cuestión no es ésa. La cuestión es que en España y en la Comunidad Valenciana estamos mal preparados para compartir. Curiosamente, aunque el estado autonómico conceda a las regiones unas atribuciones superiores a las que disfrutarían en un estado federal, su espíritu contradice de plano el fundamento mismo del federalismo. Alemania, los Estados Unidos, México, son estados federales basados en la idea de unirse para hacer cosas juntos, no en la de abalanzarse sobre la pitanza común para arrebatarle al vecino su ración. Un estado federal -y la UE aspira a ser un macroestado federal- se basa en la idea del hoy por ti, mañana por mí. Pero la trayectoria de nuestro invento autonómico ha sido la contraria.
Lo que se ha venido vendiendo desde los discursos oficiales y desde los programas electorales ha sido el más palmario de los egoísmos, el más chato de los ombliguismos. Puede que tenga que ver con la filosofía neoliberal que nos señorea y cuyo ascendiente coincide más o menos en el tiempo con el desarrollo de la España de las autonomías. O, simplemente, que la forma de ser de los españoles es ésa y a las pinturas negras de Goya me remito. Poco importa. Lo cierto es que las tendencias disgregadoras han acunado la conciencia colectiva en todas y en cada una de las diecisiete autonomías y ahora enfrentamos el abismo. En algunos casos la cosa ha sido más llamativa, desde luego. ¿Cuándo se darán cuenta de que el auge de la ideología etnicista en el País Vasco debe tanto, si no más, a su disparatado régimen económico que a los escritos de Sabino Arana? ¿Cómo no van a soñar con que pueden vivir solos, si hasta ahora han disfrutado de unas ventajas económicas injustas y pagadas por los contribuyentes de las demás autonomías? Mas la tendencia a ver la paja en el ojo ajeno y a ignorar la viga en el propio está más extendida de lo que creemos.
Y esto es precisamente lo que nos va a ocurrir ahora a los españoles y, sobre todo, a los valencianos. Se nos ha hecho creer irresponsablemente que existe una especie de milagro económico español. Es posible, pero tan apenas ha sido mérito nuestro. El éxito se ha pagado a medias con los fondos derivados de la liquidación de los bienes públicos y con los aportes de la UE. Ahora que al Estado ya no le queda nada y que el oro alemán sólo mirará hacia Polonia y hacia Hungría, veremos en qué queda nuestro milagro. Todo será que, cuando se cumplen cincuenta años de Bienvenido Mr. Marshall, nos parezcamos más bien a una esperpéntica corte de los milagros.
Y lo que vale para toda España, puede aplicarse con más razón a la Comunidad Valenciana. Ostentamos algún que otro record, es verdad, como el de la delincuencia, el de los peores equipamientos en educación o el de los maltratos a mujeres, pero fuera de eso, poco. A no ser que queramos apuntar en nuestro haber todos esos parques temáticos de cartón piedra que ya se están derrumbando ante la crisis -previsible- de un turismo que empieza a fallar. Los datos son tercos y consisten en que tenemos un presupuesto endeudado como ninguna otra región y en que el desequilibrio entre comarcas y entre grupos sociales no ha hecho sino incrementarse en los últimas años. O sea que la Comunidad Valenciana se parece muy poco a Europa o, si quieren, es como la Europa que va a entrar en la UE, pero, desde ahora, sin los fondos que van a suavizar los desequilibrios de aquella y que nosotros hemos dilapidado. Bueno, pero están la autovía y el AVE, nos venden eufóricos nuestros políticos. ¿La autovía y el AVE a Barcelona, los caminos que miran hacia el Este, hacia Marsella y Lyon? ¿La autovía y el AVE de Zaragoza, los que nos podrían llevar al Norte, a Burdeos y a Toulouse? No, sólo estaremos comunicados con Madrid. Sin comentarios.
Y luego está el antieuropeísmo de la gente, que es lo peor de todo. Sí, ya sé que se nos llena a todos la boca con la palabra 'Europa'. Pero un país en el que nadie está dispuesto a vivir fuera de su ciudad natal, un país en el que ni administrados ni administración respetan los más elementales derechos ciudadanos, como el derecho a descansar o a disponer de una vivienda, un país en el que se desconfía de toda lengua distinta de la propia y no se hace el menor esfuerzo por aprenderla, tan apenas puede ser considerado europeo. A veces tengo la impresión de que hemos perdido lastimosamente el tiempo y de que África sigue empezando en los Pirineos. Y es que, en algunos aspectos, seguimos estando tan necesitados de ayuda europeísta como hace veinte años. Nos hace falta una nueva Ilustración, aunque mal lo tenemos en un país que ha degradado la consideración social de los maestros y se ufana de que sus jóvenes carecen de educación, de motivaciones y de sensibilidad. Por eso, más que nunca: sí al sí. Aunque nos duela.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. lopez@uv.es
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