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Columna
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Mañana de resaca

Cuando Jaime Gil de Biedma, sorprendido con ironía por el rápido paso del tiempo, comprobaba que de casi todo hacía ya veinte años, acariciaba la memoria: veinte años es una buena medida de distancia. Y 20 años hace hoy de aquella mañana de resaca, la que siguió a la noche del 28 de octubre, fecha en la que una gran mayoría de ciudadanos, alejados de los miedos alentados por la derecha, y acaso estimulados por el miedo real que trajeron los golpistas del 23-F, decidió con sus votos que la democracia caminara hacia su normalización y que la izquierda gobernara en la España posfranquista sin comerse a los niños crudos, que es lo que insinuaba por entonces la derecha ruda como peligro. La fiesta de la mayoría que había decidido el cambio tuvo multitud de escenarios en aquel país en el que se abría paso una esperanza, y Madrid fue otra vez, en la cercanía del Congreso, la ventana al tiempo que nos tocaba vivir. La fotografía de aquella noche fue la de una ventana madrileña, la estrecha ventana del hotel Palace en la que apenas cabían dos hombres -Felipe González y Alfonso Guerra- que lideraban un impulso de renovación de la vida española y que prometían gestionar la confianza de los votos. Ellos solos, sin sus parientes, como representantes de los que les habían votado y de los que no.

No eran aún tiempos de balcones con retratos de familia propia y melenas al viento en noche electoral, ni la fiesta que se hizo con la calle contravino las reglas de la moderación que pedía el joven González que se cumplieran. No hubo rimas de insultos, y aparecieron banderas, pero no banderas anacrónicas agitadas contra alguien, ni por lo general exhibiciones groseras de triunfo. La izquierda ya gobernaba Madrid y la ciudad vivía por entonces un estado de entusiasmo y un afán de modernidad que algo tenía que ver con la alcaldía de Tierno. Nuria Espert recordaba estos días su participación con gente de la cultura a favor del PSOE en una campaña previa que la llevó de un lado para otro: en esas reuniones se decía ya que contentos íbamos a quedar si los socialistas conseguían en el Gobierno con la cultura al menos lo que la izquierda estaba logrando en los ayuntamientos. Así, pues, a los responsables del Palace no les cabía el temor de que una izquierda descamisada y revoltosa les estropeara las alfombras o meara en sus fachadas las cervezas de la celebración.

Supongo por lo mismo que la elección del lujoso hotel para la celebración del evento no obedeció tampoco a la idea de ofrecer una imagen de izquierda acomodada que ya se desenvolvía bien por los salones, ni quizás al deseo de importar la costumbre americana de desarrollar acontecimientos como aquél en céntricos hoteles, sino más bien a la vecindad del Congreso, que hizo del espacio del Palace lugar de encuentros y acuerdos y de la carrera de San Jerónimo un espacio de valor simbólico nada desdeñable. Yo no estaba allí en los momentos álgidos del griterío de júbilo y de las canciones, sino después, en la retirada, para con 20 años menos, cómplice, unir la bocina de mi coche a la de otros muchos y festejar hasta el amanecer el cambio. En la primera hora, preferí estar en la sede de los comunistas para acompañar a mis amigos del PCE en su mal trago, pero, salvo una excepción, es posible que aquellos con los que me encontraba no recuerden bien la noche que se acaba de conmemorar: les coge en estos días a orillas del PP.

Y me alegra que Carrillo le reconozca ahora a Eduardo Sotillos, en su oportuno libro 1982: el año clave, presentado anoche en el Círculo de Bellas Artes, que fue un error suyo no haber acudido al Palace entonces para saludar a Felipe González. Carrillo sabía bien en qué condiciones llegaban al poder los socialistas y cómo, detrás de la fiesta, estaban las sombras. El libro de Sotillos cuenta muy bien la intrahistoria del camino del PSOE hasta aquel 28 de octubre: toda un sucesión de conspiraciones y amenazas envolvía el ambiente político de un Estado en seria situación de dificultad y de quiebra. Pero sobre esas dificultades vencidas parece impuesto un olvido interesado. De modo que si al despertar hoy recuerda uno su juvenil resaca después de aquel día de fiesta tiene todo el derecho, a pesar de lo que vino mucho más tarde, a sentir la honda satisfacción de haber vivido aquella noche como una gran noche de su vida. Tengo oído que es necesario recordar de dónde venimos para valorar dónde estamos. Y para eso es especialmente útil la lectura de 1982: el año clave, de Eduardo Sotillos.

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