Ken Loach y Atom Egoyan presentan filmes importantes pese a sus imperfecciones
El célebre cineasta canadiense Atom Egoyan vino ayer aquí a defender Ararat, su última película, que es una compleja obra de aliento épico sobre el atroz genocidio del pueblo armenio por la Turquía de 1914. Con anterioridad, el británico Ken Loach, que es un viejo asiduo de la Seminci, presentó su emocionante Sweet sixteen, en la que sigue profundizando en su vasta y radical galería de retratos y paisajes anímicos de la clase obrera de su país. Sin olvidar, por otro lado, la presentación de un emocionante relato realista de la joven argelina Yamina Bachirna Bachir.
Pero si lo más llamativo y solvente fue la presencia ayer de estas dos importantes obras, tras las que se percibe la gran pericia profesional de dos de los directores más importantes del cine actual, lo más cautivador llegó con la sencilla y humilde -pero enérgica aunque todavía tenga caídas en la ingenuidad de los cineastas primerizos- película argelina Rachida, una obra de gran coraje cívico y moral de la debutante Yamina Bachir.
La joven cineasta argelina se la juega, contando un suceso verídico con vigorosa elocuencia y una fortísima sensación de estar tocando la verdad con los ojos. Es el terrible caso, olvidado entre una infinidad de sucesos similares, de la maestra Rachida, asesinada por unos alumnos suyos por comportarse como una mujer libre, que se negaba a plegarse a las costumbres del integrismo islámico. Bachir maneja en su película la ficción de que la infortunada mujer no muere en el atentado, para desde ese vuelo imaginativo abrir en canal la realidad del terror teologal que asola de mar a desierto, en medio de la indiferencia del mundo, a la vida diaria en Argelia.
Horror y violencia son también las materias argumentales usadas por Atom Egoyan en Ararat y Ken Loach en Sweet sixteen. Éste, sin alcanzar la concisión y la precisión de sus obras mejor construidas, y aunque hay instantes en que tiende a irse por las ramas, vuelve en Sweet sixteen a explorar la veta más fértil de su mejor cine, que es el que aborda el proceso de forja de la conciencia de clase en el universo obrero británico. Es la historia, realmente dura y apasionante, de un muchacho escocés de 16 años, un adolescente que ha de buscar dentro de sí mismo la inventiva, el empuje y los arrestos de coraje que necesita al sentirse llamado para sacar adelante en la vida a su propia madre. Golpea y conmueve este poderoso retrato de un adolescente anónimo.
Para Egoyan, el exterminio de su pueblo de origen, más que una zona lejana y sombría de su memoria familiar, es también algo muy cercano, personal, un rasgo de identidad que el cineasta, fiel a su enrevesado estilo, expresa a través de extraños atajos, de tortuosos circunloquios y de juegos de espejos de cine dentro del cine. El resultado es una notable, aunque algo jeroglífica, película que asombra, pero que también deja algunas gotas de decepción.
Dice Egoyan: 'Soy armenio canadiense y siempre quise hacer una película sobre la singular historia de mi pueblo. Me di cuenta de que no debía hacer un relato histórico, sino enraizar la muerte innumerable de aquella gente a manos de los turcos en algunos rasgos vivos del presente, de forma que aquel tremendo suceso concierna como algo propio a las generaciones de hoy. Quise experimentar interiormente la realidad de aquel horror, por lo que Ararat es una obra personal, en la que siguen presentes las constantes y los temas que he venido explorando en mis películas anteriores, aunque ésta sea la primera vez que abordo la noción de conciencia histórica a gran escala'.
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