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Columna
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Otro chirimbolo

Parece que fue ayer y va para diez años la disposición obligatoria del uso del cinturón, incluso en los asientos traseros. Hace unos días me recordó un taxista la reiteración de ese requisito por las autoridades que habitualmente tomamos por el pito del sereno. Una década después tiene lugar la nueva acometida, los esfuerzos coactivos que se intensificarán durante unas semanas o meses hasta que caiga en el olvido. Por el uso del cinturón ha hecho bastante el cine, en las películas en que el trepidante detective perseguidor o la seductora mujer abrumada por dramáticos problemas disponen de esos segundos precisos para abrocharse la cincha.

Pienso, como inciso, que el recurso escénico de encender el cigarrillo para tener ocupadas las manos en una pausa ha arrastrado a muchísima gente por la mortal senda de la nicotina. Decían, creo que de Gerald Ford, que era incapaz de subir unas escaleras y, al mismo tiempo, masticar chicle, y esa incapacidad para diversificar las funciones parece afectar a los encargados del tráfico. Va por embestidas: el casco de los motoristas, el teléfono móvil en manos del conductor, la velocidad límite en carretera y en ciudad, propósitos, bandos, disposiciones costosas en campañas publicitarias que no acaban cuando se alcanza el objetivo, sino al extinguirse el presupuesto.

Personalmente, cuando tengo ocasión de conducir un coche -de alquiler sin chófer-, me ciño el cinturón, con el persistente temor de que, dada mi exigua talla, perezca estrangulado en caso de accidente. Me pasa por debajo de la oreja izquierda y estorba mis movimientos y soltura. No soy un fenómeno de feria, sino un tipo bajito, más corpulento que la mayoría de las mujeres. Parece ideado para personas de gran envergadura, y los otros vivimos literalmente acogotados entre esa atadura y el miedo que nos meten en el cuerpo las pesimistas observaciones de la Dirección General de Tráfico.

Ni siquiera se ha conseguido el debido respeto a las señales luminosas. Los suicidas de los barrios de Chamberí y Salamanca ya no tienen que desplazarse hasta el Viaducto. Antes sólo precisaban saltarse a la torera el pretil -reforzado por un muro de cristal- y ahora pueden, con grandes posibilidades de éxito, ser laminados por los automóviles que, desde lejos, advierten la luz ámbar y pisan el acelerador con la pretensión de sobrepasarla antes de llegar al rojo, cosa que no suele suceder. Sólo el celebrado instinto de supervivencia de los viandantes madrileños salva muchas vidas en los pasos de cebra del paseo de la Castellana. Traspongo alguno con frecuencia, y para personas tullidas o de movimientos lentos la llegada al otro lado de la calzada coincide con la reanudación del torrente en sentido contrario, los rápidos giros a la derecha de los coches que bajan por Ayala o quieren subir por Fernando el Santo.

El alcalde de Madrid, a quien perderemos de vista como tal en las próximas elecciones municipales, acaba de emprender la última cruzada de impopularidad. Resucita o vigoriza la acechante ORA, impuesta hace años para dar ocupación al personal licenciado de los tranvías y colocar a parientes políticos modestos. Sin autoridad y cuestionable criterio personal, parecían jubilarse lentamente. Ahora, el invento se llama Servicio de Estacionamiento Regulado, y consiste en la siembra aleatoria de unos complicados chirimbolos automáticos que pretenden aliviar el problema del aparcamiento, conexo con el del tráfico rodado. Distingue al residente -que habrá de adquirir el distintivo que le corresponda en la calle de Alberto Aguilera, 20, no en otro lugar- con el transeúnte, que se dirigirán a uno de estos expendedores, cuyo acceso lo proporcionarán supuestos vigilantes. Unos sacarán el tique en postes de color azul y los otros en los verdes. Y oprimir hasta cinco botones diferentes, según distintas opciones.

He recibido al respecto una carta del Regidor y sólo saco en limpio, en el caso de que el automovilista madrileño lo tome en serio, la decisión de no sacar el automóvil, no moverse de casa, del barrio y utilizar los transportes públicos, lo que nos llevará a practicar una saludable endogamia de gueto. Tampoco entra en el cerebelo municipal que el éxito en las normas que obligan al ciudadano es que sean inteligentes, equitativas y de sanción fulminante e irremisible. Sobrarían guardias, celadores y este nuevo -sospechamos que carísimo- chirimbolo recaudatorio sería una etapa más en el itinerario de los perros atraillados. O callejeros.

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