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Columna
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Vehículos

En su irresistible Historia de la lectura, no son muchos los párrafos que Alberto Manguel dedica a la lectura en vehículos. Parece que los amantes de los libros eligen para celebrar sus encuentros con ese fetiche lugares furtivos, secretos, de difícil acceso, donde nadie pueda violar la intimidad de las páginas. Así tenemos noticia de todos los bibliófilos que preferían leer en la cama, hurtando tiempo al sueño, convirtiendo la almohada en un buñuelo gigante que les sirviese de atril, reprimiendo bostezos: Edith Wharton, Colette, los libertinos del siglo XVIII. Nos enteramos también de que Proust y Henry Miller sentían predilección por un emplazamiento tan poco académico como el cuarto de baño, o de que Marguerite Duras necesitaba enfermizamente una habitación interior, clausurada, sin una mala ranura que la distrajera, con el foco volcado sobre el papel y las letras. El poeta persa Omar Khayyam sugería leer al aire libre, bajo los árboles que deshojaban, y el novelista inglés Alan Sillitoe se decantaba por el tren. Rodeado de rostros extraños, escribía Sillitoe, circundado por el paisaje espectral que se borra en las ventanas, los personajes y las aventuras que rebullen en los libros son más sólidos, más enérgicos, y convencen mucho mejor de su veracidad a quien se asoma a ellos. Yo debo reconocer que muchas de las lecturas más absorbentes de mi vida han sucedido en un asiento de tren, o en la butaca de un avión, o precariamente asido a una de esas barras temblorosas de los vagones de metro. De repente el mundo exterior sufría una especie de suave crepúsculo, se apagaban el horizonte y las colinas, la publicidad cesaba de insistir, el bullicio de pasajeros que entraban y salían del vehículo ocupando sus puestos dejaba paso a un lejano rumor de moscas que se aparean. Y donde más veces he sentido ese dulce embrujo ha sido en el autobús; en varios momentos del día la literatura me daba la venia para desaparecer de la Tierra, de la facultad a casa y viceversa, camino de una cita, de vuelta de la consulta del médico, cuya receta me servía para recordar en qué página había hecho la última escala.

Aunque Manguel no lo reconozca como uno de los lugares más propicios, a mí el autobús me parece la incitación más sofisticada y amable a abrir un libro. Así lo ha entendido también la empresa municipal de transportes de Granada, que ha tenido la grata iniciativa de agasajar a sus usuarios con pequeños cuentecitos de algunas páginas que se pueden consumir en el hiato entre parada y parada. Sin duda, el desplazamiento es un buen aliado de la lectura: barcos, aviones, autobuses y tranvías forman parte de esos escasos espacios reservados en que uno puede liberarse a la paz de recorrer las líneas sin que lo asalte el mundo, que siempre trae mucha prisa. Probablemente, la idoneidad de los vehículos reside en que esquivan el presente, en que siempre están en camino, en que son menos reales que una biblioteca, un cuarto de estar, un sofá. Como bien razonaban los filósofos eleatas, aquello que se mueve no está aquí ni allí ni en ninguna parte, así que se halla afectado por cierta variante de inexistencia: esa porosidad de fantasma lo hace mucho más apto para alojar la cepa de realidades alternativas que contagian los libros.

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