Preguntas para el día siguiente
Hace algún tiempo, desde estas mismas páginas (La autodeterminación y la izquierda, EL PAÍS, 19-2-2001), expresé mis dudas acerca de que pudiera dotarse de algún sentido preciso al llamado 'derecho a la autodeterminación' sin recalar en vaciedades tautológicas o en definiciones étnicas de pueblo. El problema es de concepto. Pero también es de justificación normativa. En una reciente publicación en donde distintos especialistas en filosofía del derecho y teoría jurídica presentan el estado actual de su disciplina, se puede leer: 'De acuerdo con la opinión preponderante entre los investigadores, en el presente no hay un derecho legal a la secesión, excepto en dos circunstancias más bien excepcionales: 1) lo que podría llamarse casos clásicos de colonización (como cuando las colonias de ultramar se liberan ellas mismas del control metropolitano), y (quizá) 2) la reclamación de un territorio soberano que había sido sometido a ocupación militar por una potencia extranjera mediante un acto de agresión' (The Oxford Handbook of Jurisprudence and Philosophy of Law, Oxford University Press, Oxford, 2002, página 907).
Si traigo a colación lo anterior es tan sólo para dejar claro mi punto de vista y lo que podríamos llamar la opinión asentada sobre el asunto. Dicho lo cual, conviene aclarar con prontitud que estar de acuerdo en que el derecho a la autodeterminación es asunto de oscura si no imposible justificación, obviamente, no compromete en ninguna devoción españolista o patriotera, se entienda por eso lo que se entienda. Si mañana el Estado español pasa a ser sustituido por diversos Estados independientes, la preocupación fundamental desde una sensibilidad democrática debería ser si tales Estados alientan los valores que aseguran el buen funcionamiento de la comunidad democrática: participación, tolerancia, igualdad ante la ley, etcétera. En ese sentido, debería verse con preocupación que tales Estados, ya independientes, se atribuyeran o exigieran identidades o 'espíritus nacionales' que inmediatamente conllevan la exclusión de aquellos ciudadanos que no participan de la 'correcta' identidad. Por decirlo con alguna exageración, lo deseable sería que tales Estados resultaran indistinguibles, que, en lo que atañe a su identidad nacional o religiosa, tales Estados fueran neutrales, 'liberales', o, dicho de otro modo y con trazo grueso, de lo que se trataría es de que no hubiera Estados étnicos. Por supuesto, el que los Estados deban ser neutrales en el sentido indicado es completamente independiente del hecho empírico de que entre sus ciudadanos puedan predominar los de cierta cultura, los rubios, los bajitos o los fumadores.
En el caso del País Vasco es casi seguro que Ibarretxe nos asegurará que el futuro Estado asociado no será un Estado étnico. Los nacionalistas vascos podrían decir: una vez obtenida la independencia, una vez conseguidas nuestras aspiraciones, y puesto que ya no hay frente a quiénes defender la identidad, el País Vasco será lo que sean los vascos y a nadie se le va a excluir en el ejercicio de sus derechos democráticos en virtud de su cultura, raza o sexo. Si se me permite la broma, se podría decir que, una vez asegurada la condición de comunidad política independiente, el escenario vasco vendría a ser un ejemplo de patriotismo constitucional.
Resulta complicado evaluar propósitos y declaraciones. En estas cosas, como en la conversación, es imposible avanzar si uno no cree en la sinceridad del otro, porque sencillamente ni siquiera sabe de qué se está hablando. Otra cosa es que los buenos deseos se puedan llevar a cabo. Y las dificultades no proceden siempre de la obstinada realidad. En muchos casos los mayores problemas arrancan de nosotros mismos, de que nos encontramos con objetivos o deseos contradictorios que invitan a acciones incompatibles. Todos queremos mantener una dieta saludable, pero también nos gusta disfrutar de una buena comida. El mejor modo de acotar el siempre difuso y generoso territorio de las buenas palabras es con preguntas sencillas. Frente a retos precisables no cabe el hueco refugio de las declaraciones progamáticas. En nuestro caso hay un par de preguntas inspiradas en argumentos utilizados por los nacionalistas que nos permiten calibrar si las buenas palabras son algo más que el trastero en donde se guarda el mobiliario que no acaba de encajar. En cierto modo oficiarían como un test de calidad democrática. Anticipo que el resultado no es positivo.
La primera pregunta es si la futura constitución del país independiente incluirá el derecho a la autodeterminación que se defiende e invoca. La justificación 'liberal' que los nacionalistas han hecho de ese supuesto derecho, en las pocas ocasiones que se han puesto a ello, es una suerte de argumento matrimonial: uno no está obligado a pertenecer a un club (España) si no quiere o del que no está en condiciones de darse de baja. En ese argumento, la historia o la tradición resultan completamente irrelevantes. Y es cierto que el que algo haya sido no es una razón para que siga siendo. No importa si España ha existido como unidad política desde los Reyes Católicos o si los vascos tienen veinte mil años de historia. Ahora bien, si uno asume esa mirada acerca de los Estados, que asimila la pertenencia a una comunidad política a una relación contractual, está obligado a aplicarla también en casa cuando dispone de Estado propio. Por las mismas razones que se han invocado para sostener que los españoles nada tenían que decir acerca de lo que quieren los vascos y para con razón burlarse de las comunidades de destino, habría que aceptar que los vascos que quisieran independizarse del País Vasco independiente tendrían que poder hacerlo. Y, por supuesto, no cabría exigirles credenciales 'históricas' ningunas, precisamente porque la historia es irrelevante. Sea verdad o no, no cabría decir 'es que los vascos sí son una nación y los españoles no'. Y no cabría decirlo no sólo por cuestiones doctrinales básicas, porque el hecho de tener cierta identidad (cultural, sexual, racial, lingüística) no justifica, sin más, la soberanía; o, de otro modo, porque las mismas razones que valen para las naciones como sujetos de decisión valdrían para las mujeres, que, desde luego, tienen una identidad común más asible que las naciones, sino porque el argumento matrimonial sólo reconoce a la voluntad unilateral como justifica
ción de las uniones y las desuniones, porque, según él, lo que importa no es lo que se ha sido, sino lo que se quiere ser. De modo que, si uno se ha de creer el argumento matrimonial, como hacen los nacionalistas, y no hacer trampas, no deslizarse después a las esencias nacionales, estaría obligado a incluir el derecho a la autodeterminación en su constitución y, para su ejercicio, no podría pedir requisitos distintos de la voluntad de ejercerlo.
La otra pregunta se refiere a la 'cultura nacional' de las futuras comunidades independientes. Por ser más precisos: ¿qué lengua se debería utilizar en las instituciones? En la actualidad, en Cataluña, por ejemplo, en la televisión pública o en el Parlamento, el castellano prácticamente no existe. Para aquellos que, por ejemplo, están comprometidos con la idea de que, de algún modo, las instituciones deben reflejar aspectos relevantes la sociedad, situaciones como ésta se juzgan anómalas, y para corregirlas han propuesto medidas como los cupos de representación. No creo que ése sea el mejor modo de enfocar las prácticas lingüísticas de las poblaciones, pero eso ahora tanto da. Lo que importa destacar es que para los nacionalistas, que con frecuencia han defendido tales propuestas, no resulta fácil justificar situaciones como las descritas, en las que ellos mismos niegan a otros lo que para ellos es constitutivo de identidad. Cuando lo intentan parecen apelar a un argumento que podríamos llamar 'hidráulico', según el cual hay que compensar la influencia del castellano, predominante en el conjunto de España. Obviamente, en un escenario de independencia, ese argumento carece de cualquier solvencia, si es que alguna tiene. No se ve por qué la lengua de un país debe depender de lo que pueda suceder en otro, sea éste pequeño o grande. Alegar, por ejemplo, que ya se encargan otros de preservar la lengua es confundir lo que importa, la gente, con lo que es un instrumento (de comunicación). Lo que la gente hable en España no parece que pueda depender de si en América Latina se deja de hablar castellano. El hecho de que al lado, o a mil kilómetros, hablen cierta lengua carece de toda relevancia normativa para lo que hacemos aquí. Las gentes utilizan las lenguas que les permiten entenderse con los demás y, al final, la lengua del país acaba por ser, en lo esencial, el resultado de multitud de elementales relaciones contractuales en donde se recala en la lengua que permite entenderse. En ese sentido no hay diferencias sustanciales con los sistemas de pesas y medidas: nos interesan aquellos que nos permiten realizar intercambios inteligibles. Son muchos los matices que se pueden introducir, pero lo que está fuera de toda disputa es que un Estado mínimamente democrático no puede ignorar la lengua de sus ciudadanos. La lengua de un país es la lengua de sus ciudadanos vivos. Dadas las prácticas lingüísticas actuales de las gentes en el País Vasco o en Cataluña, un Estado independiente tendría que otorgar al castellano una presencia institucional muy superior a la que hoy tiene. Si no lo hace, la calificación de Estado étnico no será injusta.
Las dos preguntas, que se contestan por sí solas, creo que nos ayudan a perfilar los problemas normativos del nacionalismo y tiene consecuencias paradójicas. Si los juicios anteriores no están descaminados, el nacionalismo, salvo que se ancle en unos improbables territorios étnica o culturalmente homogéneos, si se quiere dotar de una mínima apariencia liberal-democrática, necesita de las unidades políticas que combate y frente a las que se constituye. La realización de sus objetivos, la independencia nacional, sitúa al nacionalismo en el dilema entre abandonar todo vestigio democrático, si se decanta de su lado nacional, o acelerar la desaparición de las identidades nacionales, de las que se abastecen, si apuestan por el ideal democrático. Por lo general, los nacionalismos, que asumen que las naciones deben constituirse en escenarios unitarios de decisión política y que entienden las naciones como comunidades culturales de historia y destino, están abocados al primer cuerno del dilema. Y entonces, pasa lo que pasa.
Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.
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