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Columna
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El disco de plata

Esta semana se ha inaugurado de modo oficial la nueva biblioteca de Alejandría, y a uno le parece, a pesar de la distancia, que se trata de un hecho ilusionante. La noticia de que en Alejandría se estaba construyendo una biblioteca de dimensiones monumentales, en recuerdo de aquella que albergó la ciudad hace dos mil años, aparecía a veces en la prensa y siempre tenía algo de aire fresco, algo vivificador, sobre todo cuando las noticias que provienen del mundo árabe no suelen ser casi nunca agradables.

La biblioteca de Alejandría no fue, nominalmente, una de las siete maravillas de la Antigüedad, pero sin duda sí ha sido a lo largo de los siglos uno de los recuerdos más sugestivos de la era clásica, cuya nostalgia siempre ha sobrevivido en Europa. Ahora, en Alejandría, vuelve a elevarse una enorme biblioteca concebida por arquitectos noruegos como un disco inclinado, una biblioteca que albergará millones de volúmenes y la sala de lectura más grande del mundo.

La modernidad está llena de fetiches (el nuestro se alza a orillas de la ría de Bilbao, revestido de titanio), pero en estos casos la palabra fetiche no debe tener connotación peyorativa. Los fetiches, mediáticamente, resultan atractivos, pero al mismo tiempo sirven para reactivar la actividad cultural y social del lugar donde se asientan, despertar estimulantes mutaciones psicológicas en la colectividad.

El mundo árabe parece necesitado de uno de esos despliegues mediáticos, arquitectónicos y sociales. Durante toda la Edad Media, la sociedad islámica gozó de unos niveles culturales notablemente superiores a los de Europa, pero durante los últimos cinco siglos la situación se ha invertido de forma radical. Sólo una progresía mal entendida consideraría etnocéntrica la afirmación de que hoy Europa supera de largo a los pueblos islámicos en desarrollo tecnológico, en conciencia democrática o en la fe en una sociedad laica, respetuosa con los derechos individuales y orgullosa de la crítica, la duda y el debate como medios para acercarse a la verdad.

El Islam supuso un corte brutal con la antigüedad clásica. Así como el Norte cristiano mantuvo la fascinación por la antigüedad, los pueblos convertidos al Islam, que en su momento no colaboraron menos en la configuración del mundo antiguo, se sumieron luego en una extraña amnesia. La herencia de Grecia y Roma está implícita en la cultura cristiana, mientras que el Islam, en cierto modo, se preciaba de partir de cero. Quizás la nueva biblioteca en Alejandría acabe de una vez con ese extraño maleficio que dura ya mil cuatrocientos años, y llegue al fin el momento de concebir de nuevo el Mediterráneo como una unidad cultural donde circulen sin barreras mentales (las terribles barreras mentales que separan a Occidente del Islam) las ideas políticas y las corrientes de cultura.

Hay algo hermoso y seductor, por otra parte, en una biblioteca. De aquel mundo perdido nunca regresarán el coloso de Rodas o los jardines colgantes de Babilonia. O si lo hacen algún día será a través de un miserable rastro arqueológico. Pero la biblioteca de Alejandría, aquel orgullo del mundo antiguo, puede literalmente volver. Bastará llenar el nuevo edificio con todos los libros antiguos que han sobrevivido; bastará añadirles los miles de volúmenes que se han escrito y estudiado a lo largo de los siglos subsiguientes.

Hay algo tan milagroso como eso en el lenguaje humano y en su más noble traducción histórica, el libro. Nadie podrá recuperar las piedras del pasado; pero la cultura humana, incluso la de los tiempos más remotos, vuelve a adquirir presencia física a partir del acto humilde de abrir un libro. Yo creo que la biblioteca que se cobija ahora bajo un enorme disco inclinado no es un remedo de la antigua. Ni siquiera creo que sea ante todo un reclamo turístico.

Sencillamente es eso, es una biblioteca. Y está en Alejandría. Y puede ser la misma que, hace más de dos mil años, dejó una huella imborrable en la memoria de la humanidad.

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