La generación bisagra
Coincidencia de generaciones hay en todas las partes. Cuando aquí nos proponemos una reflexión sobre el caso español y usamos el término 'bisagra'es para hacer alusión a distintas generaciones que también poseen distintas ideologías, distintas mentalidades o, más simplemente, distintas formas de ver, vivir y enjuiciar los aconteceres de sus respectivos entornos. Y esto, a mi entender, no es ya un hecho tan frecuente en otros contextos y sí constituye una cierta singularidad entre nosotros.
Si hubiéramos de ubicar cronológicamente a quienes nos referimos, y dejando al margen, no por olvido, sino por su muy menor número, tanto a quienes, siendo aún muy jóvenes, vivieron la Guerra Civil o padecieron sus consecuencias (¡loa a Alfonso Guerra por su excelente trabajo con el exilio!), la primera de estas generaciones, la que propiamente podemos llamar bisagra, estaría integrada por quienes nacieron en la inmediata posguerra y sus vidas han transcurrido, con sabores o sinsabores, a lo largo del franquismo. Años cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta. La segunda lo estaría por la juventud actual. Quienes ya casi no conocieron a Franco. La que ha venido al mundo democrático sin recuerdo alguno del pasado. En épocas sin duda más fáciles y menos dados a la referencia histórica inmediata, que acaso únicamente conocen por afirmaciones de sus padres, que, si somos sinceros, no les importan en demasía.
La primera de estas dos generaciones, la bisagra, es la que está experimentando, como puede, un auténtico choque de valores. O quizá mejor diríamos un choque entre un sólido bloque de valores asentado a lo largo de un anchísimo rosario de agencias de socialización política (familia, educacíón, medios de difusión, grupos de convivencia, experiencias personales, etc.) y, frente a ello, un mundo aparentemente avalorativo. El choque es fuerte y está produciendo entre nosotros no pocos casos de sufrimiento, indebidas nostalgias, pesimismo, vaivenes en el comportamiento y hasta duros enfrentamientos generacionales. Quienes estamos dedicando nuestras vidas al terreno educativo experimentamos con mayor evidencia este enfrentamiento, que no siempre aflora, pero que siempre queda en lo que Unamuno llamara 'las entretelas del alma'.
Ser de la posguerra significa, ideológicamente, haber oído hablar de anticomunismo, antiliberalismo, nacionalismo a ultranza, lealtad ciega o personajes salvadores. Con mayor o menor grado de creencia en lo que se nos decía una y otra vez. Con los residuos de una mentalidad por algunos llamada autoritaria, el orden ocupaba el primer lugar en las relaciones sociales. La vida no podía ser concebida sin sacrificio, tal como 'el valle de lágrimas' lo requería. Nada tenía premio sin el esfuerzo previo. La obediencia a los jefes constituía la mejor forma de no equivocarse. La experiencia de los mayores guiaba el camino en los momentos de incertidumbre. Era un valor el pudor. El sexo tenía su tiempo y su lugar. En los libros estaba todo, y por eso la lectura se convertía en placer. Como la buena música o los bellos poemas. El mundo, en suma, estaba beneficiosamente ordenado y jerarquizado. Y tanto si se era de izquierdas como de derechas. Para las dos posiciones había un mensaje a cumplir más o menos cómodamente. Y en no pocas ocasiones (porque el menester comenzaba en la misma escuela) una sólida formación humanística cimentaba el ser y el pensar.
Y ahora, cuando me corresponde hablar del choque, acaso lo primero que hay que confesar es algo de ignorancia. Contestar a la pregunta de qué se piensa y cómo se es en quienes después han venido tropieza, de entrada, con cierto grado de ignorancia. Puede ser que haya poco. Pero, igualmente, puede ocurrir que no sepamos ver lo que hay. De aquí la huida de las descalificaciones. Intentaremos ser asépticos. Vaya a ocurrir que, bajo el ancho mundo asociativo juvenil se esconda mucho más de lo que, a primera vista, se perciba. Creo que es un buen debate intelectual para la España actual, desde luego mucho más interesante que los ya insoportables estudios sobre autonomías.
Me atrevería a decir que esta segunda generación está cualificada por dos notas. Primero, la negación de lo que había. Segundo, la difícil pregunta del por qué no.
Negar lo inmediatamente pasado se estima como señal de rebeldía: en la forma de vestir, en la de llevar el pelo, eliminar el usted, ceder el paso a las señoras (ahora, 'tías': estamos viviendo un mundo de tíos y tías) o mandar a la chochería el consejo de los mayores (ahora, 'abuelos'). Y, acto seguido, la incontestable pregunta del por qué no. ¿Por qué no se puede hacer esto o aquello? Porque lo impide una ley, pues la ley se cambia. Porque lo indica la Constitución, pues la Constitución puede cambiarse y ser independiente de España quien lo desee. Porque falta al pudor. ¡Y qué es eso! Por las buenas formas, ¿y por qué las de hoy son malas? Y por qué tengo que servir a la patria si no creo en ella. Y mi vida es mía y tengo pleno derecho a vivirla como quiera. Y todo concluye con el, por cierto poco democrático, 'y punto'. No se hable más.
Para complicar un tanto más las cosas, en los últimos años ambas generaciones han experimentado la llegada de una doble ola que va más allá de la estricta ideología.
Por un lado, la que podríamos llamar sociedad tecno-informática. Su alcance efctivo está todavía por ver, pudiendo llegar a convertirse, en el futuro más o menos cercano, en toda una nueva forma de ser y pensar. De momento, el mundo de la informática ha entrado en nuestras vidas con rapidez y fuerza poco frecuentes. La más perfecta máquina de escribir pasa a la historia ante la presencia del ordenador. Algo bien distinto, y en lo que no podemos detenernos aquí, es si no ocurre ya lo que antaño ha pasado tantas veces en nuestro país. Es decir, que la técnica se superpone y convive con una mediocridad generelizaza de la sociedad. Se puede estar años pulsando teclas sin que el país goce de algún filósofo o pensador 'que diga algo'. Más aún, el dominio en esta sociedad tecnocrática afectará, sin duda, al mismo fundamento de la democracia. En algunos países ya se está votando por Internet. Pero eso no afecta al fondo de la cuestión, que es bien otro: que sea la posesión de la técnica la nueva fuente de legitimación del poder. Habrá que volver sobre ello en otra ocasión.
Y, por otro, la invasión de todo ese macabro fantasma llamado globalización. Imperio de un único país que hace y deshace a su gusto, imponiendo hasta su forma de ser y actuar. Y con únicamente una ideología: la del consumo. El sentido de la vida no es otro. Consuma, compre, cambie. Haga o no falta. Se han caído los bloques ideológicos y ahora el dilema puede ser Norte-Sur. O desarrollados frente a subdesarrollados. No importa el hambre, la inmigración o las muertes por sida. El imperio y sus muy extensos satélites gozan de la abundancia.
Tengo para mí que la generación bisagra está asumiendo, con mayor o menor gana, la primera ola: el avance tecnológico, si bien con poca preocupación por sus efectos finales. Pero la segunda, donde ha calado más y hasta el fondo, es en la juventud actual. Que con el único empeño en el consumo hoy convive y mañana puede llegar al poder. Entre nosotros, lo triste es que nuestra joven democracia no haya querido o no haya sabido tomar precauciones y acertar en una educación política en valores democráticos: responsabilidad, participación, moral cívica, aceptación del distinto y de lo distinto, relatividad de la verdad política, etc. Es posible que aún estemos a tiempo, pero, a decir verdad, no se nota mucho empeño en la empresa. Y nos comerá el lobo.
Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.
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