¡La leche!
'Venderé el cántaro de leche y con el dinero que obtenga compraré una pocilga que adecentaré un poco y convertiré en vivienda. Si me costó 100, la venderé por 200. Con esos 200 compraré una habitación mugrienta que venderé, tras haberle lavado la cara, por 400. Con esos 400 compraré un estudio de 25 o 30 metros cuadrados, al que daré un aire informal, bohemio, como de artista, y lo revenderé por 800. Con esos 800 compraré un apartamento minúsculo con cocina americana en el centro de la ciudad. Al poco, lo revenderé por 1.600 y así, sin dar un palo al agua, habré multiplicado mi capital en menos de lo que canta un gallo'.
La lechera era muy fantasiosa, pero no tenía un pelo de tonta. Sabía, pues, que de un momento a otro tropezaría con un adoquín y perdería el cántaro de leche con el que pretendía levantar un imperio inmobiliario. Pero como avanzaba y avanzaba sin que le ocurriera nada, se fue creciendo e imaginó que cuando tuviera 10 o 12 bloques de pisos llegaría un cliente dispuesto a dar por ellos lo que no valían a cambio de pagar con dinero negro. Por entonces, la lechera prefería el dinero negro porque le sacaba más beneficios que al legal. Si el precio de las casas no hacía otra cosa que subir y subir, se debía en parte a las técnicas de blanqueo de los capitales sumergidos y en parte a la ayuda de los ministros del Gobierno, cuyas declaraciones, según las cuales el hecho de que ningún asalariado normal pudiera acceder a una vivienda digna era un síntoma de salud económica, alentaban la especulación inmobiliaria.
Ya estaba a punto de llegar. Pensó que ahora tropezaría y adiós cuadra, adiós habitación, adiós estudio, adiós piso, adiós dinero negro. Pero entró en el mercado sin problemas, vendió la leche y compró la cuadra, el estudio, el apartamento, el piso... Se convirtió, en fin, en una empresaria respetada sin haber trabajado un solo día de su vida. '¿Pero qué cuento es éste?', se preguntó una noche frente al espejo, mientras se perfumaba para acudir a una recepción en el Ministerio de Fomento. 'Alí Babá y los cuarenta ladrones', le respondió el espejo. 'Pero si yo creía que era La Lechera', dijo. Y es que aquella mujer no era la lechera: ¡era la leche!
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