Globalización, integración europea y gasto público
Existe una postura generalizada en círculos económicos, políticos y mediáticos del mundo desarrollado que asume que, como consecuencia de la globalización económica y de la desregulación de los mercados de capitales y del comercio, los países tienen que reducir sus cargas fiscales (y muy en especial las cargas sobre los factores móviles, como el capital) y disminuir su gasto público, a fin de mantener su competitividad. Es más, se asume también en esta postura que las poblaciones de los países desarrollados han agotado ya su voluntad de pagar más impuestos, con lo cual los estados se sienten en la obligación de, además de reducir el gasto público, privatizar los servicios públicos de sus Estados del bienestar, tales como la sanidad, la educación y los servicios de ayuda a la familia. Se supone así que, independientemente de que gobiernen las derechas o las izquierdas, todos los gobiernos tienen que seguir políticas de austeridad pública y social, convergiendo hacia un Estado de bienestar más reducido. En esta postura se subraya que aquellos países que no siguen estas políticas públicas pierden su competitividad. Así, a raíz de las recientes elecciones en Suecia, hemos visto varios reportajes en la prensa que definían aquel país (que tiene el Estado de bienestar más extenso en Europa) como 'un país con síntomas de agotamiento', caracterizado 'por una muy baja productividad' y 'escasa competitividad', que 'vive desde mediados de los noventa una lenta agonía', y todo ello, resultado de su elevado gasto público y alta carga fiscal.
Esta postura que exige la reducción de las cargas fiscales y el descenso del gasto público a fin de aumentar la competitividad de los países ha sido promovida activamente por organismos internacionales tales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) y responde a lo que se ha definido como el 'consenso de Washington', aunque tal consenso podría también haberse encontrado durante estos últimos años en Londres, Berlín, Roma, París y Madrid. Consecuencia de este consenso hemos visto sectores de izquierda compitiendo con la derecha en ver quién bajaba más los impuestos. Tal consenso se ha cristalizado en las políticas públicas de la Comisión Europea, con la Comisaría de Asuntos Económicos y Monetarios liderando hoy la campaña de austeridad del gasto público en la UE, como medida para alcanzar el déficit público cero. Sectores de la izquierda han aceptado también la posición de que hay que bajar los impuestos no sólo para facilitar la competitividad del país, sino también para mejor responder a una supuesta demanda popular de bajar los impuestos, puesto que mantenerlos o subirlos equivale a un suicidio electoral. En esta postura, la derrota del Partido Laborista británico en 1994 se atribuyó a su propuesta de aumentar los impuestos para mejorar los servicios públicos, explicándose el supuesto éxito electoral del Nuevo Laborismo británico por sus políticas de austeridad del gasto público y social, comprometiéndose, cuando fue elegido en 1997, a mantener la austeridad fiscal del Gobierno conservador anterior.
Desde su inicio, estas políticas (iniciadas por el presidente Reagan y la primera ministra señora Thatcher) han sido cuestionadas por muchos autores, siendo el más reciente el premio Nobel Stiglitz (que ha centrado sus críticas en el FMI, aunque debería también haber incluido al BM en su crítica, puesto que éste ha sido un promotor tan activo de tales políticas como el FMI; el BM, por ejemplo, jugó un papel clave en la privatización de la Seguridad Social en la Argentina, una de las causas de su crisis financiera). En realidad, los supuestos de tal pensamiento son fácilmente rebatibles por la evidencia existente. El lector me permitirá aportar datos empíricos que cuestionan cada uno de los supuestos que sostienen aquel consenso, comenzando por la supuesta causa de fracasos electorales. No hay evidencia que apoye la interpretación de que el Partido Laborista británico perdiese las elecciones de 1994 por haber pedido un aumento de los impuestos necesario para paliar el déficit social de aquel país. El Partido Demócrata Liberal, que se presentó en aquellos comicios como el gran defensor del Estado de bienestar proponiendo un aumento de los impuestos para mejorarlo, fue el partido que creció más electoralmente. Y el mismo año vio cómo el Partido Socialdemócrata sueco ganó las elecciones, proponiendo también un mejoramiento de los servicios públicos, con aumento de los impuestos. En realidad, la gran mayoría de encuestas realizadas tanto en Europa -incluyendo España- como en EE UU muestra que la mayoría de la ciudadanía prefiere más un mejoramiento de los servicios públicos que una bajada de los impuestos. En Gran Bretaña, el gran deterioro de los servicios públicos como resultado de las políticas de austeridad del Gobierno de Blair ha sido la causa mayor del desencanto popular con el Gobierno, lo que forzó un cambio profundo de sus políticas, aumentando muy considerablemente el gasto público y social y comprometiéndose a alcanzar en una legislatura, por ejemplo, el promedio del gasto público de la UE en sanidad, uno de los sectores donde la austeridad del gasto público ha dañado más la calidad de los servicios públicos. Otro caso de preferencias populares por el mantenimiento y expansión del Estado de bienestar ha sido la enorme derrota del Partido Liberal en Alemania (que había pedido una reducción muy marcada de los impuestos), y la gran recuperación de la popularidad perdida por parte de la coalición rojiverde de aquel país debido, en parte, al compromiso de mantener y expandir el Estado de bienestar, con la alta probabilidad de que esta coalición lidere en la UE el cuestionamiento del déficit cero. Otro ejemplo de estas preferencias populares fueron las últimas elecciones suecas, donde el partido socialdemócrata ganó ampliamente las elecciones al Parlamento, con un claro compromiso a extender el Estado de bienestar, con aumento del gasto social, mientras que el mayor partido de la oposición, el partido conservador, que había hecho de la bajada de impuestos el elemento central de su programa electoral, perdió espectacularmente su apoyo electoral. Suecia, por cierto, y en contra de lo que se informa con excesiva frecuencia
en nuestro país, es uno de los países más competitivos de la UE y de la OCDE. Según el último informe de la OCDE sobre Competitividad y Nueva Economía (2001), Suecia es, después de EE UU, el país con mayor innovación tecnológica (medida por patentes por PIB) y mayor gasto público en investigación y desarrollo, como porcentaje del PIB, habiendo alcanzado un desempleo (4,95) inferior al de EE UU (5,9%), con un promedio salarial mayor que la de este último país. Su productividad (medida por hora trabajada) es semejante a la de Gran Bretaña y superior a la de Japón, Canadá, Nueva Zelanda y Australia.
Una segunda aclaración es que los datos no confirman la tesis de que, como resultado de la globalización económica e integración europea, haya habido una convergencia de los Estados hacia un Estado de bienestar más reducido. Los datos muestran precisamente lo contrario: tanto el gasto público social como el empleo público ha aumentado en la mayoría de países de la OCDE. La gran mayoría de países de la UE han visto también aumentar los impuestos (como porcentaje del PIB), y sobre todo los impuestos sobre el capital (excepto en España, donde estos últimos han disminuido). El que los impuestos y los gastos públicos hayan subido o bajado no tiene que ver primordialmente con la globalización económica o con la integración monetaria en la UE, sino con el color político del partido gobernante y los intereses que representa. No es cierto, por lo tanto, que los Estados estén perdiendo poder, argumento que se utiliza con gran frecuencia para justificar políticas impopulares (que benefician a clases sociales e intereses económicos financieros específicos) y que se presentan como resultado de la globalización o de la integración europea sobre la cual supuestamente los gobiernos no pueden hacer mucho.
Lo cual me lleva, por último, a discutir el caso español. España tiene un Estado de bienestar poco desarrollado, y ello como resultado de la escasa sensibilidad social de la dictadura franquista. El gasto social per cápita el año en que el dictador murió fue el más bajo de Europa, junto con el de Grecia y Portugal, países que padecieron dictaduras semejantes. Durante la democracia, el gasto público y social fue aumentando considerablemente, y sobre todo en los años ochenta y principios de los años noventa, reduciéndose el déficit social que teníamos con el promedio de la UE, aunque nunca alcanzáramos tal promedio. A partir de 1994, sin embargo, el gasto social público (en relación al PIB) fue descendiendo, justificándose tales reducciones por la necesidad de reducir el déficit público, hasta alcanzar el mítico déficit cero, objetivo definido por la Comisión Europea. Hoy España es uno de los países que mejor ha alcanzado este objetivo, de lo cual el Gobierno español está muy orgulloso. Pero este objetivo se está alcanzando a costa de aumentar el considerable déficit social español respecto al resto de Europa. Un ejemplo de lo que señalo es la educación. Cuando el dictador murió, el gasto público en escuelas de primaria y secundaria era el más bajo de Europa (1,7% del PIB), con un elevadísimo porcentaje de la población (82%) escasamente educada (menos de seis años de educación). Con la democracia, el gasto en escuelas aumentó a un 3,4% del PIB en 1994, acercándonos así al promedio de la UE (4,2%). Ahora bien, a partir de 1994, tal porcentaje ha ido disminuyendo, siendo hoy un 3,2%, más bajo que en 1994. Esta austeridad del gasto público en educación tiene sus costes, como señala el informe reciente de la OCDE Education at Glance 2002, el cual subraya que, en general, hay una relación entre gasto por estudiante en un país y el conocimiento adquirido por sus estudiantes en comprensión de lectura y en conocimiento científico y matemático. España (tanto en gasto como en conocimiento) está por debajo del promedio europeo. Este déficit de gasto es particularmente acentuado en el mundo universitario, lo cual contrasta con el discurso oficial que da gran énfasis en alcanzar la sociedad del conocimiento, base del desarrollo económico. Tal austeridad aparece también en otros servicios públicos como la sanidad y los servicios de ayuda a la familia. Es sorprendente, por lo tanto, que el deterioro de los servicios públicos no se haya convertido (tal como ha ocurrido en Gran Bretaña) en el gran tema de debate político en el país. El Gobierno conservador español justifica tal austeridad del gasto público (alcanzado el déficit cero) por la necesidad de aumentar la competitividad de la economía española, presentando la elevada tasa de crecimiento de empleo (3,7%, una de las más altas de la OCDE) como prueba de la certeza de sus políticas. Así, el presidente del Gobierno, durante el debate sobre el Estado de la Nación, presentó como el eje central de su política social la creación de empleo. Pero en este discurso no se menciona la escasa calidad de los puestos de trabajo creados, reproduciéndose así el gran deterioro del mercado laboral español. Según el último informe sobre ocupación de la OCDE, España no es sólo el país que tiene una tasa de precariedad más alta, sino que es el país que tiene un porcentaje mayor de trabajadores en contratos fijos que consideran sus condiciones de trabajo insatisfactorias (52% frente al 37% de la UE). Tales indicadores permiten cuestionar que tales resultados puedan justificar la austeridad social. En realidad, la escasa calidad del mercado de trabajo está relacionada con el escaso desarrollo del Estado de bienestar, con un gasto público y social excesivamente bajo, que debería aumentar considerablemente para alcanzar el gasto social promedio de la UE, a fin de asegurarnos que la deseada convergencia con Europa no sólo sea monetaria, sino social. Esto no está ocurriendo hoy en España.
Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra, autor de Bienestar insuficiente, democracia incompleta (Anagrama).
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