Pyongyang nuclear
La sorprendente divulgación por EE UU de que Corea del Norte admite haber desarrollado un programa secreto de armamento nuclear, en abierta violación de sus compromisos de 1994, ha hecho saltar las alarmas. Pyongyang lo ha reconocido, según el Departamento de Estado, a comienzos de mes, con ocasión de una visita del subsecretario James Kelly, que puso ante sus interlocutores las pruebas obtenidas por el espionaje estadounidense. Eran las primeras conversaciones directas entre Washington y el régimen estalinista desde la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca.
El acuerdo de 1994 -año en que la península coreana estuvo al borde de la guerra- establecía que Washington y sus aliados, la UE entre ellos, suministrarían a Corea del Norte dos reactores de uso civil -que todavía no son operativos- a cambio de poner fin de forma comprobada a su programa nuclear militar, básicamente el enriquecimiento de uranio. La Agencia de la Energía Atómica, organismo fiscalizador de la ONU, quedaría a cargo de una inspección sin restricciones que nunca fue autorizada a ejecutar.
La decisión de Washington de hacer pública ahora la información parece destinada a robustecer su campaña contra el denominado por Bush eje del mal. Y no sólo hace subir a Corea del Norte varios peldaños en la lista de posibles blancos militares de la Casa Blanca. Tiene implicaciones importantes para la seguridad regional. Para Corea del Sur y Japón, países especialmente concernidos, estrechos aliados de EE UU y ambos en proceso de deshielo con Pyongyang, las revelaciones suponen un jarro de agua fría. Tokio ha sido puesto en evidencia: el primer ministro, Koizumi, regresó recientemente de Corea del Norte aireando que mantenía la promesa hecha en 1994. También para la UE la noticia es embarazosa. Durante el último año y medio, en contraste con la Casa Blanca, se ha pronunciado por una política de acercamiento al bastión comunista.
El contexto en el que se han divulgado los hechos sugiere, sin embargo, algo calculadamente positivo. Que Corea del Norte haya admitido su pecado sólo semanas después de hacer lo propio con Japón respecto a sus nacionales secuestrados hace décadas, induce a pensar que el régimen más secreto del mundo lanza señales, en su estilo, sobre una incipiente voluntad de entendimiento con el mundo exterior. Bush parece entenderlo así cuando, a la vez que consideraba ayer la gravedad de los hechos, manifestaba su voluntad de solucionarlos diplomáticamente; y su portavoz se apresuraba a deslindar, en favor de Pyongyang, el caso norcoreano del iraquí. Una crisis en Extremo Oriente cuando pende sobre Bagdad la amenaza de un ataque estadounidense y está abierto en todos los frentes el desafío del terrorismo islamista, es un lujo que el convulso escenario internacional no puede permitirse.
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