Un neoespañolismo decrépito
Lo significativo y verdaderamente importante no es que la bandera española de la plaza de Colón mida más o menos metros; ni siquiera el hecho de que haya sido objeto de un homenaje tan sólo militar. Lo relevante es que lo que aparece detrás de ese acto es toda una posición de fondo, sin duda bienintencionada, pero que puede ser muy contraproducente y, de cualquier modo, merece ser sometida al debate público.
Emerge, sin duda, un neoespañolismo que abandona el uso dialéctico exclusivo del 'patriotismo constitucional'. De ello hay sobrados indicios. Un libro reciente aboga por el patriotismo como virtud y, en cambio, envía al Averno de los defectos a los nacionalismos periféricos. En una publicación de FAES, la fundación de pensamiento del partido de la derecha, se afirma con indignación que España no puede ser considerada como 'una palabra inventada por Lola Flores, José Antonio Primo de Rivera o Esperanza Aguirre'. A pesar de ello, su concepto, idea o el sentimiento con ella relacionado se habrían visto 'perjudicados' por la transición, en concreto como consecuencia de la 'desnacionalización brutal', supuestamente provocada por los nacionalismos periféricos. Otro autor, en texto publicado por esta misma Fundación, se regocija ante 'la propia mismidad de España' y su contenido estético e intelectual, más allá de cualquier consideración constitucional, desechando, además, cualquier referencia específica a su pluralidad. En paralelo esa misma entidad ha publicado un libro en que se defiende la tesis de que es preciso declarar concluido el proceso de transferencias a las comunidades autónomas. ¿Volvemos, acaso, al nacionalismo español de la derecha nacional-católica, reaccionario y autoritario? No falta quien lo afirme y quien encuentre argumentos en la propensión a remitir la existencia de España a un pasado remotísimo o en determinadas conmemoraciones.
Por fortuna no estamos volviendo a ese género de españolismo, pero el diagnóstico que desde los medios de la derecha se hace sobre la vigencia de la identidad nacional entre nosotros es erróneo y el remedio aplicado lo es también. Tenemos a la vista un neoespañolismo que pretende ser liberal, exagerando y adulterando esta opción política en nuestro pasado, pero que utiliza procedimientos decrépitos para manifestarse, tanto que por fin acaba por producir efectos contrarios a los que pretende. El orgullo colectivo de los españoles tiene su razón de ser, que es, además actual y merecida, pero no puede pretenderse su intensificación a base de procedimientos y argumentos como los mencionados.
Partamos del diagnóstico errado. Si el sentimiento de identidad española está desdibujado ello nada tiene que ver con los nacionalismos periféricos, sino que obedece a realidades históricas inmediatas que también se han dado en otros países. La Italia que elevó el inmenso monumento a Víctor Manuel junto al Foro romano tiene un sentimiento de orgullo débil por culpa del (mal) uso que de él hizo Mussolini. En España ha sucedido igual con la variante de que buena parte de los nacionalismos periféricos sí estuvieron alineados con el ideal democrático. No existe, pues, ninguna conspiración, sino un diferencial en la intensidad de lo sentido sobre la comunidad a que se pertenece que resulta perfectamente explicable.
Por otro lado también la elección de la fecha de 1978 como inicio de la 'desespañolización' resulta muy desafortunada. Lo que murió con nuestra Constitución fue una forma de entender España que había sido la acuñada a finales del siglo XVIII a partir de la realidad cultural preexistente. Como ha escrito García Cárcel, era una concepción vertical en que correspondía el protagonismo esencial a uno de sus componentes, erigido como director y proa; la de nuestra Constitución es una concepción mucho más horizontal, de convivencia entre iguales. Se podría, también, prolongar la metáfora de Beramendi: hasta 1978 España ha sido, en lo que atañe a la relación de su realidad más íntima con su vertebración institucional,una especie de enfermo crónico aunque con salud de hierro. Ahora, desde la transición, es un individuo normal siempre que no cometa excesos impropios que conviertan las ventajas propias en defectos. Uno de ellos puede ser la desmedida espiral de reivindicaciones desde la periferia, pero otro es, sin duda, el uso de procedimientos de reafirmación de la identidad que, además de anclados en el pasado, resultan tan sólo reactivos respecto de las plurales identidades culturales que conviven en España.
No se pueden utilizar en el siglo XXI los procedimientos de nacionalización que se emplearon en el XVIII o el XIX. No tiene, pues, sentido retrotraer a un pasado remoto el nacimiento de España repitiendo algo así como la ubicación de la estatua del godo Ataulfo en la plaza de Oriente, como si fuera antecesor de los Borbones, que se llevó a cabo entonces. Tampoco tendría sentido repetir, pongamos por caso, con la exaltación de Felipe V, las conmemoraciones -desde Recaredo a Calderón- que, a finales del XIX, contribuyeron a crear la conciencia nacional. Pero todavía parece más desacertado abusar de la bandera como símbolo. En realidad, como bien se sabe, su aparición fue tardía -respecto de la inglesa, por ejemplo- y sus colores, aun coincidentes con los de Aragón, fueron elegidos por la simple conveniencia de ser más perceptibles en los buques de guerra. Asimismo siempre ha existido, sobre todo en la izquierda, una tradición distinta que utilizaba además del rojo y el amarillo, el morado. La fórmula tripartita con este último color evocaba la libertad, igualdad y fraternidad revolucionarias y, además, hacía alusión al pendón morado de los comuneros castellanos, es decir, a lo que se consideraba como nervio de la nacionalidad, siempre ligada a la defensa de la libertad. En estas condiciones no puede extrañar que en la Segunda República rápidamente se conociera, difundiera y acabara convirtiéndose en oficial la bandera tricolor. Todavía más: la exhibición de la bandera en los edificios oficiales sólo fue obligatoria en 1908, en respuesta a que un alcalde accidental de Barcelona, republicano, omitió mostrarla el día del santo del Rey (sólo se convirtió en requisito imprescindible para la marina mercante en 1927). Nuestra bandera constitucio
nal, aceptada por todos, es, con todos estos antecedentes, un símbolo débil y su mera exhibición, cualquiera que sea el tamaño, no incrementa el sentimiento de identidad o el orgullo colectivo.
Carmen Iglesias ha escrito sobre estas cuestiones que 'el hombre es un animal simbólico y el símbolo no es convencional, sino que responde a valores objetivos'. Es muy cierto pero, por eso mismo, no son disculpables los yerros en la selección de un elemento tan importante para nuestra vida colectiva. Sin duda nos ha faltado imaginación para traducir el espíritu de la Constitución de 1978 en el terreno simbólico. Pero si quizá no hemos sabido lo que hay que hacer está perfectamente claro lo que debe evitarse. Ningún símbolo de la realidad española actual puede olvidar la conciencia de nuestra pluralidad exaltándola como un gozo y no como un defecto (¿por qué a la bandera de España no le han acompañado la de sus comunidades autónomas?). Si el símbolo es importante no puede existir la iniciativa unilateral a la hora de consagrarlo de cara al conjunto de los españoles. Carece de cualquier sentido que lo juzgado como vínculo de unión se identifique en exclusiva con el Ejército cuya misión es la defensa contra la amenaza exterior. El símbolo y el ceremonial que le debe rodear debe ser civil, cultural y proyectado al futuro que, por cierto, pasa por Europa. Como queda dicho, porque las tradiciones y también los símbolos se inventan, debiera ser la imaginación quien sugiriera una fórmula en este campo. Pero, a mi modo de ver, una sesión, solemne y plurilingüe, en un Senado definitivamente perfilado como expresión de la España plural, resultaría algo más adecuado para el espíritu de la Constitución de 1978 que la exhibición de muchos metros de tela. Aquello resultaría una 'asamblea de catetos', afirmó,cuando se propuso, un periodista de extrema derecha pero, por eso mismo, la idea no parece mala.
Javier Tusell es historiador.
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