La escalera roja (y 2)
Si las imágenes de Mauthausen y su escalera de oprobio son tal vez las que más violentamente nos sacuden de Exilio, hay otros muchos momentos o secuencias de este gran documental que uno no podrá olvidar.
Los que recuerdan la extraordinaria actuación de México, por ejemplo, que, bajo su presidente socialista Lázaro Cárdenas, apoyó desde el primer momento a la República con armas y municiones, cuando Inglaterra y Francia habían cometido su vil traición de 'no intervención', y que luego acogió con los brazos abiertos a los miles de refugiados españoles que, gracias a la gestión de Cárdenas ante las autoridades de Vichy, en agosto de 1940, pudieron escaparse del infierno. También los espacios dedicados a la generosidad de los cuáqueros británicos, cristianos prácticos cuya ayuda a los españoles en los campos de concentración franceses fue tremendamente generosa y eficaz. El reconocimiento que se brinda aquí a los cuáqueros es de toda justicia.
Al dejar hablar a los testigos en el idioma de su elección (con el uso de subtítulos), el documental gana en frescura e inmediatez. Cuando, doy por caso, uno que fue 'niño de la guerra', y que vive todavía en Bélgica, empieza hablando español para luego pasar al francés: 'Tuvimos suerte de haber venido aquí. No creo que... Je vais le dire en français...'.
Hay rabia, como Dios manda. El comandante Robert, combatiente de la Resistencia, hace bien en escandalizarse ante la marcada tendencia francesa a minimizar, con el paso de los años, el papel de los españoles, en muchos casos primordial, tanto en el maquis como en el ejército galo (donde lucharon unos 30.000). Y se entiende el berrinche de Anselmo Trujillo, que estuvo en la Línea Maginot y llama 'canalla' al pueblo alemán por su endiosamiento de Hitler.
En cuanto a las autoridades franquistas, la breve secuencia de Ramón Serrano Súñer, tan peripuesto él con su ridículo uniforme blanco salpicado de medallas, yugos y flechas, es impagable. Llegado a Alemania, según el guión, 'para recabar ayuda en la persecución y exterminio de los exiliados', el cuñadísimo proclama ante los medios de comunicación nazis: 'La España falangista de Franco trae al Führer del pueblo alemán su cariño y su amistad, y su lealtad de ayer, de hoy y de siempre'. Y luego dicen que no fueron fascistas.
Otro episodio memorable es el intento, organizado por Lequerica, el embajador de Franco en París, de secuestrar a Manuel Azaña, primero en la casa que ocupaba éste cerca de Burdeos, luego en Montauban, y trasladarlo a España, donde, es imposible dudarlo, habría sido fusilado. Intento frustrado por la muerte, el 4 de noviembre de 1940, del ex presidente de la República, enterrado sin honores, sin una flor sobre el ataúd y sin la presencia de ninguna autoridad.
Ante el testimonio de este documental, uno se pregunta cómo pueden seguir existiendo en España tantos monumentos fascistas. El de José Antonio Primo de Rivera delante de la Diputación de Granada, por ejemplo. O la vistosa placa que en Sevilla, frente a la catedral, agradece a la Virgen de los Reyes, patrona de la capital andaluza, su apoyo a los sublevados el 18 de julio de 1936.
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