Pues si que estamos bien
Es posible que a los jóvenes no les importe, pero cuando los que hicimos la mili vemos cuadrarse a un ministro de la Obra ante una bandera desproporcionada, es que nos invade el sudor frío
Relativismo
Recurramos por un momento a la técnica compositiva del Gulliver de Swift, donde se ofrece un repertorio casi completo de las disquisiciones sobre lo pequeño visto desde lo grande y a la inversa, según un modelo explicativo que ha terminado por hacer fortuna en las más severas disciplinas de la ecología de militante. Es un problema de proporciones, asunto que afecta directamente al banderismo gigante propiciado por Josemari, el de Onésimo y no el santurrón de Balaguer, en la madrileña plaza de Colón, qué descubrimiento. El tamaño importa, salta a la vista. Y el tamaño es una opción entre otras, de las que la peor es instaurar ese homenaje innecesario. ¿Recuerdan aquello tan joseantoniano de 'quien al grito ¡Viva España! no responde con un ¡Viva!, si es hombre no es español, y si es español no es hombre'? Pues eso, machitos.
Vaya un atajo
Releyendo Camino, ese breviario beato compuesto de 999 consejos de la abuela, llaman la atención un par de cosas, por lo menos. La primera es el tuteo indiscriminado, que tiene la nada desdeñable ventaja de que cada uno de sus lectores puede hacerse la fantasía de que el textito está pensado únicamente para él. La segunda es la habilidad de publicitario de posguerra para vender calgón antes de que la lavadora nos arruine la colada con su herrumbre sobrevenida. El autor conoce muy bien las debilidades de su público, porque son las suyas, y hace como que les ayuda a vencerlas para mejor satisfacer las propias. Que se sepa, sólo él llego a reinar como caudillo de su obra, los demás son secundarios. Pero un misterio que me lleva a dudar del equilibrio de la mente humana en general es que una prosa tan aldeana despertara tantas vocaciones. Se ve que la verdad del camino estaba en otros pasillos alfombrados, fuera de ese rústico recetario de fogones del espíritu castrense.
Cuatro de cada cinco
Según una encuesta publicada hace pocos días, cuatro de cada cinco valencianos de Valencia no han pisado un teatro en su vida (supongo que se excluyen las sufridas sesiones escolares), lo que viene a suponer ocho de cada diez y, más o menos, un 80% de absentismo escénico entre el público adulto. No es un buen dato, como diría un político acerca del IPC, pero tampoco es tan desastroso. A fin de cuentas, alrededor de 100.000 personas acuden a los teatros, incluso tal vez de manera más o menos regular, lo que viene a ser tan significativo como las cifras de asistencia a un macro concierto de rock. Es posible que, si se preguntara sobre los textos dramáticos leídos, aumentaría nuestra consideración hacia el espectador que acude al teatro sin saber lo que le espera. Igual esta misa pagana congrega todavía más fieles que su pandémica versión religiosa.
Poe, Edgar Allan
La historia es que Joan Lluis Bozzo, el director de Dagoll-Dagom, monta una especie de musical sobre Poe y de paso arremete contra los intelectuales que, en su opinión, despreciarían la obra del autor. Conviene señalar de pasada que es muy propio de los propósitos banales atacar al intelecto allí donde lo pillan. Por alusiones, el gran escritor Eduardo Mendoza decía en este diario que algo de cierto había en la opinión de Bozzo, para reafirmarse a continuación en la suya propia: los relatos góticos de Poe son de un gran guiñol de repostería, infantiles y como de opereta, y su crédito como autor provendría más bien de sus cuentos de carácter más o menos policial y de algunos otros de aventuras. Fuera de eso, no hay duda de que Poe, lejos de ser el maestro del fantástico, es un autor repetitivo y sobrado hasta el empacho de una adjetivación que nada desea más que espeluznar sin motivo.
Otro Nueve de Octubre
En la celebración del día nacional del País Valenciano, muchos suplementos especiales de prensa han insistido en las tradicionales malas relaciones entre los gobiernos de Cataluña y los valencianos, con sus minúsculas oscilaciones y todo, desde la transición hasta ahora mismo, dando cuenta de una cierta animadversión sin raíces serias que llevarse a la pluma. Que antes de la muerte del general Franco a ningún valenciano se le hubiera ocurrido afirmar con solvencia que los catalanes querían robarnos las señas de identidad y la paella es algo muy constatado, y después ese temor ilusorio y bien alimentado tuvo el rendimiento electoral ya conocido. Pero aún así, recuerda demasiado a aquella Banda de los Cuatro que tenía rodeados a mil millones de chinos maoístas como para tomárselo en serio. Abril Martorell, Manuel Broseta, y toda la pesta blava que se quiera, pero no todas las comunidades civilizadas se habrían dejado embromar por un Lizondo cualquiera.
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