Guía de seducción para vendedores
El pragmatismo de la cultura anglosajona ha conseguido desplazar el interés de casi todas las ciencias y de casi todos los instrumentos de conocimiento hacia la competencia y el crecimiento de los beneficios empresariales. Las herramientas filosóficas, militares, teológicas o antropológicas se aplican para elaborar complicadas teorías de gestión empresarial en textos cada vez más numerosos y excéntricos. Una de las aplicaciones más socorridas es la psicológica, apoyada en el hecho incontrovertible de que toda venta es un ejercicio de convencimiento y de que entre los potenciales compradores anglosajones abunda la destreza obsesiva en el análisis de los sentimientos personales. Nada más evidente que relacionar la facturación con la capacidad de seducir, y eso es lo que hace Greene.
El arte de la seducción
Robert Greene Editorial Espasa ISBN 84-239-2549-8
Una posible gracia del texto está en la inversión de prioridades. Contra pronóstico, el autor dedica todos los capítulos del libro menos un apéndice a describir los modos de seducción y definir nueve caracteres básicos de seductor (Sirena, Calavera, Amante Ideal, Dandy, Natural, Coqueta, Encantador, Carismático y Estrella). Otra ventaja es que el texto es divertido, porque está construido sobre anécdotas, escarceos y casos en los que aparecen personajes atractivos, desde Casanova a Lord Byron o desde el emperador Claudio hasta Andy Warhol. Todo es divertido, ligero -por ejemplo, las distintas aproximaciones de Gladstone y Disraeli a la reina Victoria- y engancha al lector con el desfile de hazañas y sucedidos que ilustran la tesis querida por el autor, que es el poder omnímodo -o casi- de la seducción.
Claro que los ejemplos pueden leerse exactamente al revés: como una carencia emocional de quien se deja seducir. Nicolás Boileau lo expresó en términos radicales y sarcásticos: Un sot toujours un plus sot que l'admire. La eficacia del charlatán ambulante, figura con la que puede definirse aproximadamente la capacidad de seducción aplicada a la venta, dependía de la evidencia estadística de que en cualquier grupo humano existe un porcentaje variable de individuos dispuestos a dejarse embaucar..., y otro porcentaje, generalmente mayoritario, que actúa de manera más racional y no suele tragar los cebos. En síntesis, es posible sostener que no existen seductores, sino personas dispuestas a dejarse seducir.
El libro suscita también una cuestión de tipo moral. Para Greene, el objetivo óptimo de un vendedor debe ser la venta sutil, es decir, la que lleva implícita un cierto grado de seducción. Pero la premisa es que la seducción excluye la moralidad; funciona como un juego. Mientras la seducción es un asunto personal, el nihilismo moral es irrelevante. Pero la venta no es sólo un asunto personal. Por ejemplo, la venta sutil tiene, entre otros lemas, 'Aparezcamos como noticia, nunca como publicidad'. ¿Hasta dónde permite el juego amoral confundir la publicidad con información, y viceversa?
Greene no oculta las cartas; al contrario, las resalta. 'Jamás hay que promocionar nuestro mensaje por medio de un argumento directo, racional, pues le supondrá esfuerzo a nuestro público y no obtendrá su atención. Debemos apuntar al corazón, no a la cabeza. (...) Nuestras palabras e imágenes tienen que remover emociones básicas: lujuria, patriotismo, valores familiares'. Pero, ¿de verdad es éste el tipo de seducción que practicaron Disraeli o Byron?
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