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Columna
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Grúas erectas

El sábado pasado, a las nueve de la mañana, en la esquina de las calles de Aribau y Londres, una transeúnte borracha a la que no había visto en mi vida me miraba con deseo. El alcohol modifica la percepción que tenemos de las cosas y puede que, víctima de los excesos de una de esas noches que suelen terminar en algún after-hours del Eixample, la pobre me confundiera con George Clooney, con el que, de espaldas y a medio kilómetro, tengo cierta retirada. No me lo tomé como un halago, sino como una amenaza. Ella llevaba el cinturón de los tejanos desabrochado y se rascaba más abajo del ombligo. A pocos metros, una grúa de la empresa APSA descargaba un artefacto inidentificable a primera vista. La contundente erección de la grúa y los explícitos movimientos de la dipsómana produjeron en mi cerebro un chispazo que me hizo recordar una frase de Camille Paglia, musa de Borís Izaguirre desde hace años, en su libro Vamps & tramps (Editorial Valdemar): 'Las mujeres no controlan sus cuerpos: lo hace la naturaleza'. Aplicada a la mujer que me estaba mirando, la naturaleza parecía, en efecto, tan fuera de control como la lluvia que estos días ha puesto en evidencia la incompetencia de las administraciones y nuestro escaso civismo. Ahora comprendo lo que deben sentir ellas cuando los machos realizan ancestrales danzas de apareamiento a su alrededor, pensé, y me dirigí hacia la grúa, que es a lo que había venido.

Resulta que, los sábados, esta ciudad se llena de grúas autopropulsadas. Estos inventos de sofisticada ingeniería ocupan carriles de circulación, señalizados mediante conos o urbanos que te invitan a cambiar de recorrido cuando te tropiezas con sus hidráulicos tentáculos. Son un engorro más que añadir a las carreras de ciclistas, patinadores, maratonianos o manifestantes que tienen a mal interrumpir el ya de por sí crispado tráfico. La mejor manera de superar la contrariedad que supone encontrarse con uno de estos godzillas metálicos es resignarse pensando que alguna vez necesitaremos de sus servicios y que hoy por ti, mañana por mí. Para racionalizar la ocupación de la vía pública, el municipio ha habilitado los sábados. El sentido común ha hecho el resto: las empresas de mudanzas y las grúas aprovechan este día para resolver problemas de peso. Me acerqué a la grúa, como decía, y dando esquinazo a la beoda, me escondí tras uno de los laterales y le pregunté a un empleado qué demonios estaban descargando. 'Una góndola para limpiar los cristales', respondió. Ignoro el significado del concepto góndola, pero, para no parecer más idiota de lo que soy, me abstuve de insistir. Deduje que, en su jerga, góndola es una de esas jaulas a la que se suben intrépidos operarios para limpiar los cristales de los edificios de oficinas más altos y desde las cuales se han hecho las más hermosas fotografías de cualquier ciudad digna de ser retratada y desde donde han cantado los más atrevidos albañiles, llámense Bustamante o Emili Vendrell, que también fue albañil antes que cantante.

Seguí, pues, con mi recorrido. En la esquina de Rosselló con Rambla de Catalunya, junto a la parroquia de San Raimundo de Peñafort, había otra grúa, todavía más enorme, de la empresa Serrat. Al no detectar la presencia de ninguna mujer en celo, pude concentrarme en algunos detalles. Un letrero recomendaba no permanecer cerca de la bestia. Los operarios aseguraban una carga de materiales para la construcción y no llevaban casco, no sé si porque estaban en fase preparatoria o porque deseaban engrosar las cifras de siniestralidad laboral. La cabina, vacía en aquel momento, estaba decorada con fotografías de mujeres abiertamente pechugonas, que parecían querer darle la razón a Camille Paglia cuando escribe: 'La pornografía es arte, a veces armonioso, a veces disonante. Su exuberancia y brillo son un exceso babilónico. Las mujeres modernas de clase media no pueden soportar la idea de que sus sufridos logros profesionales puedan verse rebajados al instante delante de una lagarta que exhibe las tetas y el culo. Pero los dioses le han dado poder, y debemos darle la bienvenida'.

Pese al poder que emanaba de las lagartas colgadas junto a los mandos de la grúa, el exceso era más tecnológico que babilónico. Situado junto a la iglesia, la grúa la superaba en aureola espiritual: se levantaba hacia el cielo como un árbol futurista. Atado a la proa había, además, un mono verde y de peluche que, supongo, ejercía de mascarón. Siguiendo las recomendaciones de los operarios, me alejé de la zona y contemplé como, al cabo de un rato, la carga ascendía, teledirigida por un hombre que la manejaba con un mando a distancia. Mirar como otros trabajan tiene mucho éxito entre los pensionistas, que suelen matar el tiempo junto a las obras opinando sobre la conveniencia de según qué prácticas y materiales. Ahora, además de los días laborables, sepan que pueden dedicar el sábado a contemplar este ballet de grúas en erección. Aviso: es gratis.

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