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Aproximaciones
Columna
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Azaña habla de Marruecos

José María Ridao

A LA VISTA del repentino aprecio que dicen profesar a la obra de Manuel Azaña algunos políticos contemporáneos que, de leerla, deberían sentirse aludidos como si les estuviera personalmente dedicada, se impone la conclusión de que el destino de la labor intelectual del presidente de la República es el mismo que padeció la de nuestros más ilustres heterodoxos: tras superar un largo periodo de ostracismo, en el que la reputación del autor sirve de excusa para desterrar cualquier interés por sus trabajos, la fama les acomete de un día para otro, convirtiéndolos de pronto en cita obligada y referencia literaria de moda. En el camino suele quedarse, sin embargo, lo que sus opiniones tienen de originalidad y de provocación, y por eso mismo de estimulante actualidad, como si la admiración sobrevenida se les concediese a costa de limarles las aristas, de entender lo que no dicen y convocarlos en apoyo de ideas y actitudes de las que casi con certeza abominarían.

Tras la edición de los cuadernos de su diario personal robados en Ginebra durante la guerra civil, reaparece ahora en la editorial Crítica Plumas y palabras, una colección de ensayos publicada por Azaña en 1930. En ella incluyó algunas de sus mejores páginas acerca de la cultura española, como las que dedica al Idearium de Ganivet, a la Asclepigenia de su admirado Valera o a La Biblia en España, de George Borrow, de la que sería el primer traductor. Pero incluyó, además, algunos artículos de reflexión política que corroboran una de las evidencias mejor guardadas de nuestra reciente historia intelectual: a diferencia de lo que sucede con algunos escritores a los que se ha concedido el privilegio de encarnar el pensamiento liberal español sostengan lo que sostengan, Azaña no cede en ningún momento a las tentaciones del antiparlamentarismo, no encuentra razones para proponer cirugías de hierro ni para vulnerar los principios democráticos a través de la exaltación del pueblo o de las élites.

La agudeza de sus análisis políticos, la inteligente socarronería desde la que contempla la realidad anterior al advenimiento de la República, se hace quizá más patente en 'Almanzor', uno de los artículos incluidos en Plumas y palabras, al que los últimos avatares de las relaciones de España con Marruecos parecen haber dotado de una inesperada vigencia: lo que Azaña afirma en él hablando de la guerra de África podría hoy sostenerse de la campaña de Perejil, y de todo lo que ha venido a continuación. 'Creíamos desembocar en el siglo XX', escribe Azaña, 'y nos vuelven a uno de aquellos que nada tuvieron de dorados, poniendo en armas la frontera contra los moros'. Y retrotraídos de este modo en el tiempo, no puede resultar extraño que 'el primer fruto' de esta 'guerra nacional' -poco importa que se trate de la del Rif o la del islote costeño rescatado al alba- haya sido el de 'restaurar los entes más viejos, arrancar del alma a los españoles toda una edad, y encenderlos en la misma pasión que los míticos guerrilleros de la caverna astúrica'. Azaña achaca el renacimiento de este anacronismo, de este 'alma del siglo décimo', a la influencia de una educación 'patrañosa' que, al mismo tiempo que consagra como verdad histórica la Reconquista -en realidad un 'concepto político' establecido por 'la propaganda del plan cristiano' acerca de la Península-, 'tolera algunos deslices a la imaginación' del 'español mediano'. Entre ellos, desquitarse de 'la aridez de su monogamia fingiéndose la lascivia de los harenes'.

Por descontado, la denuncia del renacer de los rancios prejuicios contra el moro con motivo de cualquier tensión no significa que Azaña reivindique la imagen idílica del orientalismo romántico. Vencido por el mismo hastío que le provoca la representación del 'fanático islamita', implora 'no más almalafas ni almaizares, ni marlotas y alquileces; no más sultanas sensuales, ni más Leilas de ojazos profundos'. De lo que se trata es, por el contrario, de concebir la política hacia Marruecos como un asunto que concierne a dos países contiguos, no como respuesta a ningún 'enemigo hereditario'. Exactamente el proceder inverso al seguido por algunos de los repentinos admiradores actuales de Azaña.

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