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Maltratar a la mujer

Estadísticas en mano, nos hemos enterado de algo que a algunas personas les parecerá insólito: el macho latino no es el único, ni en Europa ni en América, que se ensaña con su esposa o compañera sentimental. Creer lo contrario es comulgar con las ruedas de molino del tópico embustero. Británicos, nórdicos, alemanes, etcétera, nos hacen una exitosa competencia. Y es en ¡Finlandia! donde más mujeres per cápita mueren a manos de sus más o menos ortodoxos cofrades. Otro dato de suma importancia: la violencia en la coyunda no entiende de clases sociales: en Holanda, la mitad de los casos de malos tratos se producen en los peldaños altos o tirando a altos. Me digo a mí mismo que si la tortura psicológica fuera mesurable, las cifras por arriba empeorarían mucho más que por abajo. Entre los poco y mal escolarizados predomina el insulto directo y la amenaza declarada, de una u otra índole; y muy a menudo termina en la cama, donde se dirime y despacha, momentáneamente, la ambivalencia deseo-odio. Cuanto más lustre libresco y mundano, más tosigosa es la baba. No sé de nadie al que los libros y la instrucción en los buenos modales hayan hecho mejor persona. En cambio, estos instrumentos son muy útiles para el refinamiento de la perversidad. La de ambos sexos, dicho sea porque procede; pues si en violencia física el macho le gana por goleada a la hembra, en la psicológica, para la que no hay vara de medir, la cosa debe andar más igualada. Aquí no estamos hablando de demonios y ángeles sino de débiles y fuertes principalmente.

Hace ya tiempo que anda el patio revuelto con la cuestión de los malos tratos. A qué obedecen, cómo evitarlos, la responsabilidad de los gobiernos, etcétera. Todo eso está muy bien, extravagancias que se oyen o leen aparte. Está muy bien porque el problema no es nuevo y el mero hecho de que se aborde en nuestros días ya es indicativo de una toma de conciencia. Obviamente y en líneas generales, la concienciación es el primer paso hacia el progreso. Del segundo estoy menos seguro y en cuanto al tercero puede que a la especie humana la coja en Marte o no lo pueda coger en parte alguna porque no estará. Y como quien es seguro que no va a estar soy yo, me importa un bledo, dicho sea esta vez de paso. Y volviendo al tema digo que para aclarar esta cuestión de los malos tratos a las mujeres hay que empezar por la historia, y se hace poco. Admitido que la historia puede iluminar o añadir confusión a la confusión, hay que admitir también que sin ella no daremos un paso adelante, pues el ser humano no ha cambiado tanto que no se reconozca en Sófocles, primer nombre que me viene a las mientes y no el mejor, pero dicho queda. El hilo de Ariadna es más largo y complejo que el laberinto, de lo que a ratos uno se alegra y otros ratos uno se da a todos los diablos. En Sófocles reconocemos genéricamente al ser humano, pero lo que a mí, como individuo, me acontece, se me parece; y lo que le acontece a usted se le parece a usted. La estructura de la personalidad atrae unos hechos y repele otros.

El cristianismo no sometió brutalmente a la mujer, pero en la estela de griegos y romanos, la situó por debajo del hombre. Eso sí, le endulzó la píldora. En la perfecta familia cristiana, ella administra, ella educa, ella esparce amor y ella ostenta el mando real, que tanta es su influencia sobre el padre y marido. Para ello, sin embargo, se sirve de la astucia, a más de una total entrega y una conducta intachable, según lo que el cristianismo entendió siempre por conducta intachable. (No pocos esclavos de griegos y romanos fueron tutores de los hijos de los amos y mentores de éstos). A cambio, alabanzas sin fin. El calderoniano Calderón pudo escribir tranquilamente: 'No hables mal de las mujeres / la más humilde, te digo / digna es de veneración / porque al fin de ellas nacimos'. Quien no se dejó engañar fue Cervantes. La mujer de Sancho no entiende por qué razón debe llevar el apellido de su cónyuge ni por qué las mujeres han de cargar con la obediencia a sus maridos 'aunque sean unos porros'. 'Yo nací libre', exclama la pastora Marcela, nada proclive a someterse a la institución del matrimonio. Ejemplos así abundan en la obra de Cervantes, pero son islotes. La pierna quebrada y en casa, en el seudoreinado del hogar. La castidad llevada a límites tan ridículos que avanzado el siglo XIX, la perfecta casada no mostraría placer en el lecho conyugal. Me hicieron de la mujer un trasunto de María, cuya virginidad está más allá de toda duda.

Pero ahora la mujer se rebela y se revela tal cual es. Insurrectas y rebeldes. Le gusta revolcarse en los lechos, como a los hombres. El hogar no es el único centro de sus vidas, cuando es centro, lo mismo que en el hombre. Como éste, reclama la independencia económica y la igualdad de derechos. En la arena laboral le disputa el espacio al que fuera amo y señor. ¿Y qué dice éste? La agresión física y psicológica puede ser, en multitud de casos, la protesta de los desposeídos llevada al extremo. Desidealizada la mujer, unos sienten que se les ha robado su única posesión de valor, otros han perdido su asidero espiritual (ahora resulta que están sujetas a los mismos vicios y pasiones que nosotros; ellas, también mi mujer y mi madre) y quienes menos lo sufren son los que tienen la mente desprovista del hilo de Ariadna. Pero ni los primeros, ni los segundos ni los terceros, identifican necesariamente su profundo malestar, que puede ser también malestar profundo. Este último, es decir, el que no tiene conciencia o clara conciencia de sí mismo, es el más peligroso. Mientras unos pretenden autojustificarse ('es una zorra'), otros se preguntan '¿por qué la maltrato?' y se hacen propósito de enmienda que casi nunca cumplen. Claro. Si antaño era 'la maté porque era mía', hoy es 'la mato porque no es mía'. No insistiré bastante. El agresor es la punta del iceberg y añado: en general, es el que menos consciente está de la íntima naturaleza de su resentimiento y/o de su desilusión.

Es algo así, dicho groseramente, como una relación amor/odio, producto de la historia, y en la que una de las dos partes posee la fuerza física. ¿Acaso no lo reflejan las leyes y sus intérpretes, tan despótica y despectivamente favorables a los agresores? El zorro todavía guardián del gallinero. Indulgente con el gallo, no quiere que las gallinas sean tan putas como, en sentido lato, es él.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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