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Columna
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Morir entre extraños

A veces, la línea que separa una cosa de su opuesto es tan fina -pensó Juan Urbano aquella noche, blancamente tendido en su cama del hospital-, que las dos acaban por fundirse, no se puede aislar el vértigo del abismo o la sangre de la herida. Aquí te das cuenta de eso, descubres lo frágil que es todo lo que parecía irrompible; lo corto que es el camino que media entre el bienestar y la angustia, la calma y el suplicio, la respiración y el silencio. No hay en el diccionario dos palabras más parecidas entre sí que todo y nada.

Al otro lado de la cortina que partía en dos el cuarto de la clínica Puerta de Hierro -aquella dolorosa habitación 1321, cuyo número se le iba a quedar grabado en la memoria como el hierro de una ganadería en la piel de una res-, Juan oía morir trabajosamente a un hombre, un extraño que daba sus últimas bocanadas de oxígeno a este lado del más allá, rodeado por sus tres hermanas. Por más que lo intentaba, Juan no podía dejar de escuchar ni los sonidos tenebrosos de la agonía, ni las conversaciones de las tres mujeres, que hablaban en voz muy baja, con palabras astilladas por el sufrimiento, y lloraban sin querer hacer ruido, seguramente para no molestarlo.

Él no sabía muy bien qué hacer, si fingir que dormía, escuchar su radio con unos auriculares, mirar por la ventana o cualquier otra cosa que le hiciera invisible sobre su cama anatómica y permitiera a los parientes del enfermo llorar su desgracia en paz, sin testigos, de familia hacia dentro. Si se hubiera sentido con fuerzas, se habría ido del cuarto, pero ¿adónde, con aquel dolor que parecía roerlo? Y, además, ¿marcharse entonces no era una grosería para las tres hermanas, no era un modo de demostrarles la incomodidad que suponía, también para él, esa situación terrible?

Poco después de medianoche, el hombre murió por fin, y hubo un rumor de enfermeras y máquinas desconectadas. Juan Urbano se levantó como pudo, musitó sus condolencias y las tres hermanas, gente sencilla, de ésa a cuyo trasluz se ve la bondad, le contaron que vivían en Guadarrama y que siempre habían estado juntas, llevando una vida unánime y sin llegar a casarse ninguna de ellas -también era soltero el difunto-. Mientras contaban su historia, Juan pudo ver que hacían esfuerzos titánicos por no romper a llorar delante de él, de manera que salió al pasillo y se sentó a esperar en el suelo, hasta que una enfermera angelical, como todas las de aquel sanatorio malherido, le trajo una silla. Las tres hermanas, benditas sean, se acercaban a él cada rato y seguían disculpándose por las molestias que le causaban.

Juan Urbano pensó en lo terrible que es no poder morir en la intimidad, lo ilógico que resulta pasarse la existencia protegiendo tu vida privada para, finalmente, tener que compartir con un desconocido lo que debería ser el momento más singular e íntimo de todos, que es el de la muerte. ¿Cómo es posible que se sigan cerrando hospitales, mientras algunas personas se mueren en los pasillos de urgencias por falta de plazas y el resto comparten su dolor y su muerte con cualquiera, en esas indignas habitaciones dobles a que los condena la Seguridad Social? Cuando la gente paga sus impuestos a este Estado voraz e inútil, lo hace de uno en uno. ¿Por qué hay que sufrir y morirse de dos en dos?

Juan pensaba que, en el fondo, en un país sólo hay dos cosas que importen verdaderamente: la educación y la sanidad, y que en esta España tachín-tachín del PP fallaban las dos. Pensaba que el Estado tiene muchos modos de humillar y despreciar a los ciudadanos, pero ninguno tan grande como el de obligarlos a morir delante de un extraño.

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Sobre las tres de la madrugada, Juan Urbano vio salir de la 1321 la camilla con el cadáver, y a las tres hermanas tras ella, una con un pequeño neceser en la mano. Volvió a despedirse. Se quedó sólo en el pasillo. Ahora, debía volver a la habitación, pero cómo volver allí. Y, sin embargo, volvió, entró en la cama, tomó un somnífero y apagó la luz. Había que dormir, seguir durmiendo y despertando, pese a todo, cuantas más veces mejor. Dormir y luego despertar.

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