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Columna
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Destino manifiesto

Diríase que está bastante claro que el presidente Bush ha decidido machacar Irak, informen lo que informen los inspectores de la ONU, haga Sadam Husein los actos de contricción que haga, vote lo que vote el Consejo de Seguridad, aunque es probable que todo se le acomode de forma que, además, pueda creer que está dando cumplimiento a los designios de la comunidad internacional. La doctrina del ataque preventivo, aquel en el que se elige a la víctima, sin duda partiendo de sus méritos históricos, pero antes de que haya siquiera levantado la mano en gesto de agresión, es la que hoy asume Washington. Esa doctrina se había ensayado ya, pero nunca precedida de una racionalización tan explícita como ahora, cuando se nos informa por anticipado de por qué se hará lo que se va a hacer, con el suplemento o epílogo moralizante de que ello es por el bien de todos.

Ese preventivismo lo puso en práctica EE UU exterminando a un régimen parece que marxista y seguro que procubano en Granada, así como con el apresamiento de Noriega en Panamá. Pero el primer caso fue como fumigar una polilla, sin que apenas ninguna geopolítica se resintiera por ello, y el segundo trataba de mostrar que se perseguía al narcotráfico, acentuando mucho más lo personal que lo estratégico. Irak, en cambio, comporta tocar muy seriamente el mapa de Oriente Próximo.

En un documento al efecto, su principal autora, la asesora del presidente Bush, Condolezza Rice, dice que EE UU tiene que sacar las conclusiones que se derivan del hecho de que sea la única superpotencia mundial; de que -aunque no lo diga textualmente- una hipotética coalición de todos los poderes de la tierra tendría tantas posibilidades de prevalecer contra Washington como Andorra; y que, como corolario de lo anterior, es obligación moral de su país establecer un orden en el que los enemigos sean castigados, aun preventivamente, a la vez que, a no dudarlo, la Casa Blanca esté siempre obrando en favor del progreso y del triunfo de la democracia en el planeta.

Todo ello, como ha subrayado el autor estadounidense William Pfaff, equivale a liquidar el sistema mundial de Estados soberanos inaugurado por el Tratado de Westfalia en 1648, con la voladura del principio de que cada uno hace en su casa lo que quiere, siempre que no cause efectos directamente negativos en la del prójimo. Este planteamiento engloba nociones, también de reciente adquisición, como la injerencia humanitaria o la judicialización mundial de la política, pero únicamente a la carta, cuando el único poder lo considere conveniente. De esta forma, Washington ratifica la soberanía propia y rechaza, en principio, la de todos los demás, según su voluntad y preferencia. Sobre esa base, se opone a la Corte Penal Internacional, a la que niega toda vigencia en nombre de una universalidad exclusiva, que se halla por encima de las universalidades derivadas de consensos más o menos internacionales.

En 1823, el presidente Monroe proclamaba la doctrina de América para los americanos, pero aquello era más una jaculatoria que una realidad, puesto que sin el apoyo de la flota británica, a la que también le convenía dejar al resto de Europa al margen, semejantes propósitos resultaban impracticables; a mediados del siglo XIX, con motivo del despedazamiento de México, se formulaba complementariamente la visión del destino manifiesto, que transformaba la pretensión anterior en una tutela, ya con posibilidades de hacerse efectiva, sobre la totalidad del hemisferio; y en 1894, Frederick Jackson Turner publicaba su famosa obra en la que desarrollaba la idea de la frontera como fuerza modeladora de la democracia norteamericana. La conquista de la vastedad al oeste del río Misuri, que se estaba completando para entonces, así como su amueblamiento político-social, eran el gran arbotante del sistema.

Y es hoy esa expansión de la idea de la frontera de Estados Unidos hasta el límite de lo planetario -lo que en la práctica constituye la negación de la frontera de los demás, ya que proclama su caducidad a conveniencia- la que está llegando a su plenitud con la doctrina del segundo Bush. El destino manifiesto de Estados Unidos, en este comienzo del siglo XXI, somos todos nosotros.

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