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Reportaje:

También abogado sin piedad

Milosevic se revela como un letrado duro y experto al defenderse a sí mismo ante el TPIY

Isabel Ferrer

Que Slobodan Milosevic podría haberse ganado la vida como abogado es ya un lugar común en La Haya. Sin toga ni ceremonia alguna -y en ocasiones con una arrogancia sólo comparable a la sequedad con que es llamado al orden por el juez Richard May, presidente de la sala que le juzga en el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY)-, ha demostrado lo mucho que le satisface defenderse a sí mismo.

Acusado de crímenes de guerra y contra la humanidad perpetrados durante el conflicto de los Balcanes en los años noventa, hurga en la vida privada de los testigos y transforma los careos en alegatos políticos a favor de la causa serbia. Concluida la primera parte del proceso, dedicada a lo ocurrido en Kosovo entre 1998 y 1999, su ardiente actuación ha complicado la labor de la fiscalía, que debía demostrar su responsabilidad directa en la muerte de 10.000 personas y la deportación de cerca de 800.000 albanokosovares. Desde finales de septiembre afronta, además, los sumarios de Croacia (1991-1995) y Bosnia-Herzegovina (1992-1995), que incluyen el cargo de genocidio, el más grave.

La forma en que Milosevic se declaró inocente el 12 febrero al abrirse su causa, la número IT0254T, indicaba que la decisión de convertirse en su propio abogado no le venía grande. 'Estas acusaciones son el segundo delito cometido contra mi pueblo', clamó con la voz alterada y hablando muy deprisa. 'No es el momento de hacer discursos, sino de contestar a lo que se le pregunta', le cortó con aspereza el juez May.

Fue el primero de los numerosos pulsos de esta índole mantenidos por ambos personajes en los 95 días de sesiones dedicados al expediente de Kosovo. Una relación desabrida que parece convenir al ex líder serbio, pero que obliga al juez británico a recordarle a menudo con educada rudeza, valga la paradoja, que ocupa el banquillo de los acusados y no un estrado político.

Aferrado a su teoría de que sólo combatía el terrorismo y que los bombardeos de la OTAN desataron el caos en su país, Milosevic ha tratado de arrinconar a los 124 testigos llamados a declarar en su contra en la primera parte del juicio por la fiscal Carla del Ponte. En varias ocasiones, la estrategia ha dado resultado.

El antiguo presidente yugoslavo ha hundido moralmente a personas que llegaron a Holanda para relatar la pérdida de su familia y hogares a manos del Ejército serbio y no pudieron soportar sus ácidas preguntas. Agim Zequiri, un labrador de Celina, aldea situada al suroeste de Kosovo, fue el caso más palpable. Visiblemente turbado y sin mirar a Milosevic, evocó la muerte, en marzo de 1999, de 16 de sus parientes. Los recuerdos del violento avance de los soldados y la insistencia de Milosevic, que atribuyó los crímenes a los efectos de los 'obuses occidentales', desarbolaron a un sencillo campesino que salía por vez primera de casa para enfrentarse al que fuera el dirigente más notorio de su país. Sin concluir su comparecencia, Zequiri pidió permiso al tribunal y abandonó cabizbajo la sala.

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Otros testigos menos castigados por la guerra en el plano personal le plantaron cara con entereza, incluso cuando la fiscalía mostraba las fotos o vídeos de supuestas matanzas de civiles incluidas entre las 320 pruebas aportadas hasta la fecha. Halit Barani, presidente del Consejo de los Derechos del Hombre en Kosovka Mitrovica, al norte de la provincia, leyó con serenidad una lista de 66 intelectuales albaneses que debían ser ejecutados por los soldados serbios. Impasible durante meses, Milosevic sólo ha lamentado en voz alta la muerte del bebé de seis semanas de Ajmane Behramaj, separado a la fuerza de su madre.

El profundo conocimiento que Milosevic demuestra de la vida y contactos de la mayoría de los testigos responde a un secreto a voces. Él se presenta como una víctima ante jueces y fiscales, asegura que cuenta con un único teléfono para hablar con el exterior y rechaza la legitimidad del tribunal. Sin embargo, en cuanto comienzan los careos se transforma en un letrado al más puro estilo de las series de televisión estadounidenses.

Con estudiada teatralidad, maneja con soltura la información recabada por un equipo de asesores legales que le ayudan desde Belgrado. Agita las manos, se pone tenso -demasiado para su corazón, según los médicos- y muestra decenas de papeles que avalarían sus teorías sobre el ataque occidental. Cuando agota su archivo documental, descalifica a los testigos recriminando al juez May el haberlos admitido. Una forma de censura que el jurista británico suele rechazar con lo más parecido a un manotazo verbal.

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