¿De qué hablaríamos?
La anécdota, ocurrida esta misma semana, me ha dejado cavilando largamente durante lo que quedaba de ella. 'No hablas lo suficiente de política', me espeta un conocido. Y uno, que es escritor, recibe las críticas como auténticos zarpazos sobre la dignidad, pero cuando la crítica se reduce a lo cuantitativo presiente que la venganza sería muy concreta: lanzar a la cara del crítico todas las resmas de papel que uno ha escrito cumplidamente sobre política, sobre la turbia política del paisito.
Lo que ocurre es que uno, desde la modestia de este espacio, considera la reflexión literaria como algo mucho más amplio. Incluso hay en esa convicción una forma de rebeldía. La política del paisito es como una aspiradora que succiona todas las energías. Pues bien, también en este campo sería aplicable la jerga económica: conviene diversificar. Conviene diversificar las energías, y enriquecer las facetas de la vida. Conviene no olvidarse de que uno, además de vasco, sigue siendo un ser humano. Conviene no dejarse absorber por el apremio de un país extrañamente absorto sobre sí mismo. Creo que también hay rebeldía en no dejarse monopolizar por el famoso conflicto. Creo que hay derecho a seguir siendo y existiendo al margen de él. Porque existen la familia, los amigos, los problemas sentimentales o económicos, las aficiones íntimas, la posibilidad de salir de Euskadi sin llevar encima el sambenito de ejemplar antropológico, susceptible de investigación en torno a una mesa o a una barra de bar.
Lo curioso es que muchos de los que prescinden teóricamente de esa definición de lo vasco como algo totalitario y omnicomprensivo son precisamente los primeros en adscribirse al discurso sempiterno del problema vasco. Pretenden estar aliviados de toda obnubilación ideológica pero jamás hablan de otra cosa. De hecho, ha surgido un ramillete de profesionales del conflicto, individuos que opinan, escriben y se manifiestan sobre esto como si en su conciencia no habitara ninguna otra inquietud. Uno tiene bastante claro que esto de ser vasco no puede ni debe ser una concepción totalitaria del ser humano. Desde luego uno se ha jurado a sí mismo no dejarse devorar por ella. Uno tiene derecho a ser vasco con tanta naturalidad (por mucho que ETA se empeñe en lo contrario) como chino o ecuatoriano. Uno tiene derecho, sobre todo, a que esto de ser vasco no se lleve más allá que una pequeña parte de su mera identidad.
En el mundo de los escritores, este ambiente nauseabundo resulta desalentador. A poco que uno logre sacar sus libros de esta tierra, empiezan las preguntas folclóricas: ¿se habla del conflicto en tus historias? Pues no, no se habla del conflicto en esas malditas historias. Y lamentablemente, uno decepciona a la audiencia. No se habla de vascos ni de vascas. Se habla que gente que se quiere o no se quiere. De los miedos generales que atenazan a cualquier ser humano que puso el pie sobre el planeta. La exigencia del conflicto quiere determinar incluso el temario de la creación literaria autóctona, aunque curiosamente esta exigencia es hoy más apremiante fuera de Euskadi que dentro de él. Uno ha escrito (y espera seguir haciéndolo) largo y tendido sobre el famoso problema vasco. Pero eso de dejar la investigación del alma humana a los seres normales supone querer expropiarnos a los vascos esa normalidad a la que tenemos derecho.
Confieso que me duelen algunas plumas que viven por y para el conflicto, algunas plumas incluso muy bien remuneradas. Seguro que el día en que acaben nuestros problemas experimentarán la misma alegría que todos los demás. Pero el momento subsiguiente será bastante complicado: tendrán que mirarse al espejo y encontrar otro modus vivendi (otro ogibidea, que se dice, casi de forma humillante, en euskera). Y, si son escritores, algo aún mucho más duro: inventar algo de una vez.
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