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Columna
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Exclusión

EN 1897, el año de la muerte de la poeta británica Christina Rossetti, su hermano, el historiador y crítico de arte William Michael, decidió publicar una novela inédita que aquélla había escrito, en 1850, con apenas 19 años. Un poco más de un siglo después de su primera edición en inglés, se ha traducido al castellano con el lacónico título original Maude (Ellago Ediciones), que es el nombre de la protagonista, una escritora en ciernes, casi adolescente, cuyos místicos versos no hacen sino mostrar el exaltado anhelo de morir cuanto antes y alcanzar así la verdadera paz. Casi no hay que añadir que Maude consiguió su propósito, falleciendo de languidez sin cumplir los 20. Aunque Christina Rossetti sobrevivió casi medio siglo a su heroína y 15 años a su hermano pintor, el célebre prerrafaelista Dante Gabriel, lo hizo como si estuviera enclaustrada, fuera de este mundo, entregada sólo a sus versos y ensoñaciones. En 1856, el también prerrafaelista Henry Wallis pintó la patética imagen del suicidado Chatterton, el poeta adolescente que tampoco quería vivir, el cual ya había inspirado el drama del mismo título que estrenó, en 1835, en París, el escritor francés Alfred de Vigny, inaugurando la moda del romanticismo de necrófila introversión, para el que la muerte nunca llegaba demasiado pronto.

Sea como sea, en 1895, dos años antes de que la muerte se llevara, por fin, a Christina Rossetti, se celebró el escandaloso juicio que dio en prisión con Oscar Wilde, y, bastante antes, en 1877, tuvo lugar otro ruidoso proceso, el que pírricamente ganó el pintor angloamericano Whistler al crítico de arte John Ruskin, por haber calificado éste a uno de sus Nocturnos de 'bote de pintura arrojado a la cara del público'. Con más de medio siglo de retraso se acaba de traducir al castellano el famoso libro del historiador del arte británico William Gaunt, La aventura estética. Wilde, Swinburne y Whistler: tres vidas de escándalo (Turner), en el que se nos cuenta las agrias provocaciones que estos artistas montaron, junto con otros colegas de parecido talante, contra la asombrada clase media del final de la era victoriana, que, desde luego, se tomó cumplida venganza.

Hacia dentro o hacia fuera, hay una misma violencia antisocial en los mejores artistas del siglo XIX, que hoy, sin embargo, nos resulta extraña, quizá porque la introversión es, en la actualidad, el anonimato impuesto al creador pasado o al margen de la moda, mientras la extroversión es ya una escandalosa promoción publicitaria, cuyo éxito se mide en términos de rentabilidad. Adueñada la sociedad del arte, contritos o escandalosos, los artistas actuales son los acomodaticios agentes invitados de un espectáculo que no les pertenece, aunque vivan mucho y bien.

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