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Columna
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Caballo

En asuntos de arquitectura, intervenciones públicas y arreglos urbanos es mejor no pillarse los dedos, no dejar que las puertas de la realidad destrocen los argumentos de la opinión propia. Hemos visto de todo, en todos los sentidos y con mil justificaciones distintas. Ya no resulta fácil admitir una discusión abstracta, ideológica, entre localistas y cosmopolitas, conservacionistas e innovadores, clásicos y modernos. Se han hecho barbaridades en nombre de cualquier bandera. La enfermedad del costumbrismo no mata con el rayo del infarto, pero consume con un veneno lento, de añeja y larga agonía, que acartona la piel de las ciudades y cubre los paisajes con el polvo de hoy, de ayer y de anteayer. Los camiones de la basura no limpian nunca el laberinto sentimental de los tradicionalistas, que sólo viven cómodos en un mundo de aguas estancadas, hasta el punto de marcar los espacios abiertos con un espeso olor a cerrado.

Por eso es conveniente que, a veces, soplen aires nuevos, que las ventanas se abran con los vientos de la imaginación. Ocurre, sin embargo, que a lo largo del siglo XX hemos sufrido demasiadas estafas en nombre de las modernidades. Vestidos de artistas, de innovadores, de gentes que hablan el idioma del futuro, muchos zascandiles han conseguido vender a las instituciones públicas verdaderas estupideces, apoyados por las carpetas de diseño, el dossier justificativo y el tanto por ciento de los intermediarios. El futuro se confundió con un tiempo en el que los pintores no necesitaban pintar, los poetas no debían hacer versos y los arquitectos podían olvidarse de que en las casas vive la gente.

Así que ya no es fácil apoyar de antemano a nadie. Ni siquiera la calidad artística ofrece un certificado de seguridad, porque personajes notables han llegado a protagonizar algún disparate público por culpa de la falta de interés o del exceso de vanidad. Desde que se abrió la polémica sobre el caballo de Guillermo Pérez Villalta y la remodelación del Ayuntamiento de Granada, no me había atrevido a abrir la boca. Ni clásico ni moderno, ni conservacionista ni innovador, fui un gato silencioso que se iba por los tejados de las conversaciones y las opiniones de los amigos. Prefería esperar a que el Ayuntamiento expusiese el proyecto para opinar con mis propios ojos, sin prejuicios o valores preconcebidos. Ahora puedo decir que el caballo de Guillermo Pérez Villalta es excelente y que la remodelación del Ayuntamiento me parece oportuna, más allá de la seguridad de los costumbristas que confunden cualquier cambio con un insulto a la historia colectiva, o del papanatismo de los modernos que identifican cualquier crítica a sus disparates con el espíritu reaccionario de la ciudad.

Hay que ver el caballo antes de opinar, porque el caballo está bien, y el proyecto sugiere una innovación respetuosa, casi florentina, en la facha de una ciudad que necesita símbolos de innovación, voluntades que reúnan la dignidad y las ambiciones, imágenes e ideas que animen su rutina, cada vez más acartonada. La hermosa quietud del caballo sobre el reloj del Ayuntamiento puede recordarle a Granada que ya es hora de que se ponga a galopar.

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