Sobre la incertidumbre
Más allá de la incertidumbre de una situación pasmosa conviene apreciar en todo lo que valen los esfuerzos de una derecha fiel a sus orígenes por acentuar la miseria global en que vivimos todavía
Barrer, limpiar
Creo que era en Mabuse, una de las películas alemanas de Fritz Lang, donde el crimen organizado en uno de tantos periodos de entreguerras colaboraba con la policía a fin de frenar las andanzas de un asesino de niñas que ponía sus negocios en peligro. Josemari Aznar no es Mabuse ni, mucho menos, Fritz Lang, quien hizo filmes muy decorosos. Pero aprovecha el anuncio de su cutre retirada para atender los grandes negocios organizados al tiempo que anuncia su voluntad política -un tanto a la manera tardía del ensayo de una despedida urdida por quien sabe que carecerá del afecto soberano de la historia- para proclamar su disposición a barrer de las calles esa delincuencia de tirón y tentetieso que tanto encorajina a las personas de edad mediada. Pero, en fin, si se habla en serio (tentación que nadie puede atribuir al líder que demasiado tarde nos abandona), nadie ha dicho todavía bajo qué saturada alfombra carcelaria se piensa albergar tanta quincalla sobrevenida.
La ética, ese engorro
No parece exagerado sugerir de Zaplana -que habría sido un excelente croupier de casinos periféricos- que se ha equivocado al lanzarse con sus ejércitos contra Madrid, con el buen pasar que le dispensamos los valencianos. Ya se levantan algunas voces contra las maneras de su gestión como ministro, que subirán de tono en cuanto se compruebe que la pasión por aparecer en la pequeña pantalla y la afición por descalificar al adversario con recursos de chuleta es todo cuanto entiende por gestión política. Y bueno será que en Madrid, donde casi todo se decide, descubran cuanto antes qué clase de animoso tuercebotas tienen como ministro en las cosas del trabajo y los asuntos sociales, dos encomiendas que no son precisamente las más privilegiadas en el desahogado repertorio de sus gustos.
Barracones de calidad
Parece un sarcasmo que el Gobierno se saque de la chequera una ley de calidad de la enseñanza destinada a que se consolide de una vez la prioridad de lo privado sobre lo público mientras el curso escolar arranca sin becas para los más necesitados y con un interminable dispositivo de barracones en lugar de las aulas que harían más llevadera a los alumnos la implantación de esa curiosa ley. No es que esta gente no vaya en serio, al contrario. Está tan dispuesta a reintroducir la ridícula severidad de otros tiempos que hasta es posible la proliferación de colegios sin servicio de comedor aunque con crucifijo reinante sobre la pizarra. Más en detalle, los niños de tres años que no van a clase de religión se quedan sin nada que hacer porque no está prevista una alternativa solvente. Y abundan los padres de los niños religiosados que se espantan de lo que en esa hora fatal se cuenta a sus todavía inocentes criaturas.
Sucesiones disuasorias
La tentación bonapartista es cosa de engreídos de corta estatura política, al margen de otros detalles biográficos o concernientes a asuntos tan peliagudos como edad y condición. Que Aznar se comporte en la designación de su sucesor (a encabezar la candidatura electoral de su partido, no a la jefatura de Gobierno, como tantas veces se deja caer en el claroscuro límbico de un paréntesis intencionado) a la manera del rey que tenía tres hijas a las que metió en tres botijas y las cerró con pez, es algo ajeno a la extrañeza, ya que nadie en su punto de razón puede creer que este personaje desatienda un pasado de firmeza derechista bastante firme. Aunque jugar a los bolos con los candidatos a sucederle en lo que sea no es tan grave como lo del de Cartagena cuando designa a un sucesor improbable a fin de que no se desprenda de su sombra. Es la disuasión de la política.
Limpiar, barrer, arruinar
Todo es uno y lo mismo, y sólo la ambición distinta recurre a la astronomía de las diferencias. En el mismo instante en que un pobre desgraciado tironea el bolso vacío de una pensionista desahuciada en los callejones postreros de la plaza de la Vírgen, ante el pasmo de los transeúntes que tardan un minuto insalvable en reaccionar, un tiburón bolsero y muy preñado de artimañas de diseño hunde la Bolsa de Nueva York y la dirección de una empresa telecom admite que maquilló sus resultados por un puñado de miles de millones de dólares. Es entonces cuando las bolsas civilizadas se desploman y llevan a la ruina al ahorrador que sustituye la sisa del tendero por la inversión en valores seguros, y cuando en la noche oscura del ánimo las víctimas pequeñas claman por la seguridad ciudadana y exigen las cárceles de nueva planta que nadie quiere en su vecindad.
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