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LA CRÓNICA
Columna
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Camino a la perdición

Entro en el tanatorio de Sancho d'Àvila y le pregunto al recepcionista dónde está la cafetería. Habría dicho 'bar', pero suena demasiado festivo. 'A mano derecha, luego otra vez a mano derecha, al final del pasillo la encontrará', me dice. Atravieso una zona llena de velatorios, todos con la puerta -de madera oscura- entreabierta. La del bar, que está cerrada, es del mismo tono que las otras y no tiene cristal. Sería improcedente que desde aquí se pudiese ver a la gente tomando copas o comiendo. Pero, para que nadie se confunda, en una esquina han colocado un atril con el menú del día. Entro. Huele a humo de tabaco y a frito. A través de las ventanas se ve el acceso principal al tanatorio, y también los dos establecimientos del otro lado de la calle: una tienda de lápidas, y la floristería Navarro, que anuncia sus horarios en un panel luminoso. Estamos tan cerca del Teatre Nacional que estoy segura de que el gran Flotats, en su época de primer actor, recibió más de un ramo confeccionado por ellos.

Cafetería del tanatorio de Sancho d'Àvila. Los clientes entrecruzan breves conversaciones y hay dudas a la hora de tomar algo

El bar, pequeño, tiene forma de tubo. La barra se encuentra a mano izquierda según se entra, y no hay taburetes. Está forrada de baldosas verdes que forman un dibujo geométrico. A mano derecha hay cuatro mesas chapadas de oscuro. El local no es diferente a cualquier bar de menú económico, aunque tiene algún toque de seriedad. La pared de detrás de la barra, por ejemplo, está forrada de madera noble, y las botellas de los estantes se iluminan gracias a luces halógenas. Hay también una máquina de zumos de naranja, que es un aparato que siempre acaba colocado en los bares frecuentados por mujeres. Los camareros van vestidos con el uniforme que suelen usar los trabajadores de establecimientos de restauración que pertenecen a una cadena: chaleco morado, camisa blanca debajo, falda o pantalón negro -según sexo- y un cartelito de plástico con su nombre, en la solapa. 'Moscatel falta, Enrique', le dice el que parece el encargado al otro, que está haciendo inventario: 'Y ponche'. Me siento en una mesa libre y miro el trasiego de coches fúnebres que salen y se alejan hasta el final de la calle, donde se ve una valla publicitaria que anuncia la película Camino a la perdición.

Pido un gin-tonic. La ventaja de este bar es que pedir alcohol antes del mediodía no sólo no está mal visto, sino que es lógico. Todo el mundo comprende que puedes estar afectada. Hay siete clientes, sin contarme a mí. Dos de ellos son trabajadores. Se nota porque no van demasiado arreglados y comen el menú con apetito. Más allá hay un señor de mediana edad que bebe cerveza de la marca Voll-Damm junto a un anciano que se ha vestido con traje y americana gris. El anciano toma una taza de hierbas. Ellos dos, seguro que han venido a ver a un muerto. En la mesa contigua a la mía hay tres señoras: dos bastante mayores y la otra de unos 50 años. Una de las mayores lleva un vestido chaqueta azul marino, de tergal que huele a naftalina. La de 50 años tiene el pelo muy liso y va teñida de rubio. Se nota, por su manera de coger el bolso y pedirle las cosas al camarero, que frecuenta muy poco los bares. Bebe un cortado, y deja las marcas de pintalabios en la taza. 'A mi marido no le quieren y cuando entra mi suegra se esconde', dice con resignación. Las otras mueven la cabeza desaprobando este comportamiento. El señor de la otra mesa paga la Voll-Damm y las hierbas, y se va con el anciano. Medio gin-tonic más tarde, los dos trabajadores también se levantan, y salen directamente a la calle. Me doy cuenta, entonces, de que la puerta que han abierto no tiene asa por la parte de afuera, para impedir que los clientes entren por allí. Queda claro, de este modo, que el bar es para las personas que visitan el tanatorio. Tal vez por la misma razón, el establecimiento no se llama de ninguna manera. En su fachada sólo pone: 'Bar cafetería'. Habrán pensado que cualquier nombre es improcedente. Sería de mal gusto ponerle 'Bar Pompas Fúnebres', 'Bar Tanatorio', no digamos recurrir a soluciones metafóricas. Un nombre normal, como 'Bar Manel', estaría igualmente fuera de lugar.

Entran seis personas a la vez, que pertenecen a dos comitivas distintas. Cuatro de ellas se sientan donde estaban los trabajadores y piden comida. Una quiere un bocadillo, otra, un café con leche y un cruasán. 'Yo es que no puedo tragar', susurra una de las mujeres. 'A mí me da por comer', se excusa quien pide el bocadillo. Las otras dos se quedan en la barra. Son un hombre y una mujer que no creo que sean pareja. Él va vestido con americana, ella con pantalones vaqueros y botas de piel. Está muy morena y lleva un collar de perlas, de esos anudados. 'Te lo digo, Jordi', le repite al hombre: 'Si a mí me pasa algo, me quemáis, pero este paripé no'. Él pide un carajillo de Ron Pujol. Ella duda: '¿Qué tomo? ¿Un carajillo también?'. Él se encoge de hombros: '¿Pero te gusta, el carajillo?'. Ambos se interrumpen para saludar a un grupo de la calle -el suyo- en el que tres personas lloran. 'Pues pide un cortado', sugiere. 'No sé. Es que llevo tantos...'. El hombre hace un gesto con el dedo índice a los de fuera, para indicarles que enseguida van para allá. 'O pide un carajillo de Baileys'. Ella abre los ojos al oír eso: '¡Ay sí!, ¡Baileys!', exclama ilusionada: '¡Baileys!'.

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